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¿Encontrará fe?

La escena que recoge el fragmento del Evangelio de hoy muestra a Jesús invitando a los apóstoles a la oración, a orar siempre, al tiempo que les interpela también sobre su fe: cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? Fe y oración, porque el rezo, el ruego, la plegaria, la mirada dirigida con esperanza a lo alto, brotan del encuentro entre Dios y su criatura, cuando Dios sale al paso de la vida del hombre y el hombre le reconoce con maravilla. En efecto, la sorpresa de su presencia, la promesa y el consuelo que supone descubrir sus huellas, las trazas de su paso junto a nosotros, cuando encuentra espacio en nuestra alma, se vuelve silencio, el que hace falta para contemplarle, el silencio en el que nuestro hombre interior se atreve con su verdadera estatura.

El hombre ora y pide cuando intuye el don como posibilidad. Cuando parece razonable pensar que la gracia es posible. Rezamos y nos entregamos al ruego porque nuestros méritos no alcanzan, porque nuestras fuerzas son incapaces, no suficientes. El hombre vive esperanzado sólo cuando desde el reconocimiento de la presencia de Dios puede pensar en el don inmerecido, deseado pero no debido. Nos ponemos interiormente de puntillas, y pedimos y nos atrevemos a más de lo que poseemos, sólo cuando Dios nos ha revelado su ley, que es el amor gratuito y para siempre por cada uno de sus hijos.

El Señor nos llama a la oración siempre porque Él mismo al hacerse presente la hace posible. Por eso la Eucaristía será lugar y modo primordial para nuestra oración. Efectivamente, con el sacramento del bautismo el Señor nos capacitó para saberle presente, para poder afirmarle aunque su presencia real sea misteriosa y quede siempre un poco más allá del alcance de los sentidos. No podremos nunca demostrar su presencia en la Hostia, porque el Señor se resiste a nuestros instrumentos de laboratorio. Pero con la gracia recibida en el bautismo, y por la experiencia de nuestra vida cristiana, nos descubriremos prontos a afirmar su presencia sin traicionar ni un poco de lo nuestro: Él está y, al acompañarnos, nos regala poder mirarnos a nosotros mismos desde la altura de su ser; es entonces cuando nace en nosotros la oración, la espera de un más que tiene que llegarnos desde sus manos. ¿Habrá fe? Sí, si volvemos siempre al altar, al sacramento de su presencia real.

La presencia de Jesús en la Eucaristía es amable. Es permanente y fiel. Es misteriosa, sin duda, pero no porque el Señor no se quiera dar a conocer, sino porque Él supera infinitamente el ancho de lo que somos capaces de abrazar. Nos regala conocerle desde la fe, que es un gesto humano total, algo que Él empieza y posibilita, pero que en nosotros es respuesta humana del todo. A la Eucaristía se puede volver. Podemos volver a mirarla, a escucharla, podemos darle tiempo de nuevo. Porque, de algún modo, está siempre empezando. Siempre el Señor nos quieres involucrar en ella, mezclando lo que Él y nosotros somos. Para que se dé la fe y lo nuestro por entero.



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