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Miradas

Para entender la Navidad la tenemos que contemplar desde la Pascua. En esa noche la Iglesia canta emocionada palabras atrevidas, y también muy liberadoras. Al empezar la celebración de la vigilia, el pregón pascual nos hace decir que es feliz la culpa que nos mereció tal Redentor. Así es, en Navidad no nos celebramos a nosotros mismos, sino que celebramos a Jesús que viene a liberarnos del salario de nuestros pecados, y que empieza su andadura salvadora en el portal de Belén. La Navidad pide en nosotros una cierta dosis de memoria, en el fondo, una dosis de realismo, para que no terminemos abalanzándonos sobre la fiesta sin más programa que la distracción. Nos alegramos, con alegría inteligente, porque el hijo de María viene a rescatarnos y a vencer nuestros límites.

El primer pecado fue el de Adán y Eva. El libro del Génesis dice de ellos que al descubrirse se enamoraron. Ninguna otra criatura era tan atractiva y hermosa como esa mujer, o como ese hombre. De hecho, en la posibilidad del quererse se apoyaba todo el peso del deseo de vida de ambos. Sí al mundo, a la historia, al camino, porque lo podían recorrer juntos. El Señor lo había registrado para siempre en la Escritura: no es bueno que el hombre esté solo. Por eso el don para el camino era esa compañía que se hacían el uno al otro. Pero en el pecado, la belleza de Eva -que había sido tan prometedora y bonita- Adán la empezó a percibir como una amenaza. Lo mismo ella, tanto que inmediatamente después de romper con Dios, el primer movimiento en ambos fue la distancia. Primero la división por dentro: la sospecha sobre sí mismo, sobre sí misma, que atravesó todo su ser. Entonces la división entre ellos, ahora lejos el uno del otro. Y por fin, con Dios, del que se escondieron en el jardín.

El problema no es el otro, sino la luz con la que le miramos. Eva aún era bella. Aún bello Adán. Ambos eran todavía el don de Dios, el regalo más importante. Pero habían desaprendido a mirarse. El problema no es el otro; el problema es el pecado. Es que nos falta Dios, porque no nos bastamos solos. Por eso fue ahí donde quiso nacer Cristo, entre uno y otro, entre nosotros, para enseñarnos a mirar de nuevo. Para sostener nuestra mirada y para que no tengamos que vivir a la defensiva, en esa división entre nosotros que es el primer olor que nos llega de la muerte. El Hijo se hizo hombre para que no nos falte nada de lo que el Padre nos quiso dar desde el principio. En efecto: Cristo entra en lo nuestro y lo afecta, lo cambia todo, y nos hace hombres nuevos. Por eso con Él al rezar el Padrenuestro podemos decir que perdonamos, que volvemos a abrazar, porque no se nos ha olvidado la belleza y el bien del otro.

La luz de la presencia de Cristo revela que no nos define el límite. Es decir, que aquello que queda más allá de lo nuestro -la vida buena, la comunión entre nosotros, la alegría auténtica- es posible. Jesús es la vida que nos llega desde las entrañas de Dios. En Adviento lo esperábamos y, ahora, la tarea de la Navidad es acogerle. Nosotros no podemos abrir el Cielo con nuestras solas fuerzas, pero sí podemos acogerlo; de eso sí somos capaces. Por tanto, el trabajo del cristiano es acoger la presencia de Cristo, es la disposición interior con la que admitimos y abrazamos la diferencia que Cristo nos brinda gratuita con su vida. ¡Feliz Navidad!



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