05 Feb Vosotros
Nuestros antepasados cristianos cambiaron el mundo. Lo hicieron viviendo, mostrando con sus vidas hacia afuera que Dios toca la historia con su hijo Jesús. Dios cerca de lo nuestro, de todo lo nuestro, de nuestros tiempos y caminos, también de nuestras fatigas y nuestras pobrezas. Esa era la noticia de su vida: Dios entero junto a nuestras almas necesitadas. Cuando se hizo uno como nosotros, cuando posó sus manos aquí, cuando hizo descansar su presencia en nuestras casas de hombres, Dios nos regaló el mundo, todo el tiempo y todo el espacio. Por eso los cristianos de antes vivían desencerrados, sin miedos, en salida, tocando las vidas de los hombres, cambiándolo todo.
Sucede ahora a la inversa, como en una historia en contra del tiempo. Nuestras vidas de cristianos modernos, ya no tan cristianas, dicen que Dios ha dejado de estar presente. Él ya no vive cerca; ya no es vecino de lo pequeño, de lo concreto, y se ha marchado de vuelta a su cielo, a su distancia. Al Dios de carne y presencia lo hemos devuelto al cielo de las palabras, al lugar de las ideas abstractas. Otra vez vive lejos, ahí lo queremos, para que no toque lo nuestro, para que su ser y su presencia no nos afecte, para que no nos cambie las vidas.
Pero al irse, Dios se ha llevado el horizonte. Porque el horizonte es Él mismo. Se ha ido: el techo de la vida se nos ha venido abajo. Todo ha encogido, mientras los grandes significados de la vida se daban a la fuga. Aquí nos ha quedado lo estrecho, sólo lo insignificante. Como es poco, como esta historia es propiedad privada de los hombres, sólo podemos vivir a la defensiva, entregados al cálculo. Vivimos hasta con miedos… Como Jesús en casa de Zaqueo, como Jesús con Pedro en la orilla, como Jesús con la mujer de mala vida, los cristianos de antes despilfarraban, libres para perder lo que sabían que iban a recuperar multiplicado. Nosotros vivimos amarrados en lo nuestro, porque sólo nos queda lo nuestro.
Jesús era una carne vivida hacia afuera, sin rastro de ese cálculo nervioso nuestro. Llegaba incluso a donde no se le esperaba. La nuestra, en cambio, es una vida bastante agarrotada, del todo vueltos sobre nuestras pocas cosas. Presumimos de autonomía, pero sólo estamos solos, aislados, incapaces. Nos arrancamos pocas veces, siempre a escondidas en nuestras trincheras domiciliarias. Porque la vida ya no es don. Cuando Dios se marcha, cuando lo expulsamos, la vida deja de ser don y empieza a ser sólo nuestra. Y la vida sólo nuestra, peligra.
Las lecturas de la Misa de este domingo hablan de misión y de caridad. Hoy son empresas casi imposibles. Porque hay que arriesgar esa vida pequeña que nos queda. ¿Quién se atreve? Impresiona que Jesús dice vosotros: vosotros sois lo que le falta al mundo. Nosotros, nosotros somos lo que le falta al mundo. Lo que le falta a la vida de los pobres. Nosotros. Los pobres, que son el último asidero, el último rescoldo, la última huella del horizonte perdido. Lo dice el profeta Isaías: “Cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía”.