09 May Amores buenos
Vivimos a dos mil años de distancia del diálogo entre Jesús y los doce que recoge san Juan en su Evangelio. Impresiona muchísimo que estas pocas palabras pronunciadas entre hombres nos sigan interesando. Y es que, a pesar de todos los logros alcanzados en veinte siglos, no hemos podido distanciarnos ni un milímetro del deseo de ser amados, de la necesidad radical que tenemos todos de ser conocidos y amados. De hecho, vivimos siempre atentos, casi como si vivir y buscar este amor fuesen en el fondo la misma cosa. Como el Padre me ha amado, así os he amado yo – les dijo Jesús a los doce en el Cenáculo. Hoy nos lo dice a nosotros en la liturgia de la Misa. Y todo el peso de la historia no ha hecho que sus palabras callaran, justo porque se dirigen a esa ausencia interior nuestra que conforma lo que somos.
Jesús nos amó con el mismo amor con el que el Padre le quería a Él, desde la abundancia de ese amor único. Se descubre así la fuente y la forma del amor de Jesús, que es el fruto de su mirar al Padre. En Cristo descubrimos que la estatura y la riqueza de nuestro amor está en función de aquello a lo que miramos. Porque según sea el horizonte hacia el que caminemos en la vida, será el calibre de nuestros amores – porque nadie puede dar lo que no tiene. Por eso se entiende que Jesús reclame a la vez el amor a Él, el amor a los mandamientos, y el amor al prójimo: mirad a Dios, miradme a mí, y entonces daréis la vida por los amigos.
El don que es el otro coagula en nosotros el deseo de querer. Al cónyuge, a un hijo, a un buen amigo. Pero en muchas ocasiones, y con dolor, acabamos denunciando nuestros amores, y en el secreto de lo que somos, nos despreciamos violentamente. Se cuela ahí un engaño monumental, porque no es que no seamos buenos, es que nuestros amores son pobres porque no tienen dónde apoyar su paso. Amores enanos porque carecen de esperanza – porque no miramos más allá de nuestras propias posibilidades. ¿Hasta dónde llegó Jesús con su humanidad? Aún en lo alto de la cruz perdonó a sus verdugos – porque no saben lo que hacen. Jesús sabía y gustaba del amor de su Padre. Así, como vemos en la vida de Jesús, sólo puede amar al otro quien se sabe ya amado, aquel a quien el Amor ha liberado. Lo dice Jesús: “A vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”.