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Ascensión

En el Evangelio del domingo pasado leíamos cómo Jesús decía a los apóstoles que eran sus amigos, amigos invitados a vivir de su intimidad, de lo que el Padre le daba; llamados a hacerse uno con Él. Siglos antes había dicho Aristóteles que la amistad es precisamente lo más necesario para la vida, y también, que nada hay tan propio de los amigos como la convivencia. Dios se hizo hombre y, desde entonces, esa amistad con el Hijo es la forma de nuestra salvación. En la fiesta de la Ascensión de Jesús leemos los últimos versículos del Evangelio de Mateo. La Iglesia señala así en este día dos verdades de nuestra fe que pueden parecer incompatibles – y que de acuerdo con lo que afirmaba el filósofo nos obligarían a cuestionar la amistad de Jesús. Celebramos que Jesús vuelve al Padre, y celebramos en el mismo día la promesa de su presencia para siempre con la que concluye el Evangelio: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

Jesús vuelve al Padre para quedarse con nosotros. Su volver es al mismo tiempo un venir. Porque al ir, como el Padre es la raíz de donde brota todo, Aquello de lo que todo depende, estar junto a Él le permite a Jesús entrar en lo nuestro, en todo lo nuestro, y entonces habitarlo de un modo nuevo. Así, en vez de abandonar la historia, a los apóstoles, o el mundo, cuando Jesús asciende, es como si sin abandonar la realidad, se mudase de una dimensión a otra, de un modo a otro de estar presente, pero en la misma realidad. Ahora está más vinculado a la historia porque está presente en toda ella. Más cerca de sus amigos, porque ahora los puede acompañar en todo momento. Más dentro del mundo, porque ahora lo habita entero. Se va para vivir más cerca, para entrar más en lo nuestro, para que cada momento de la vida del hombre pueda ser una celebración de su victoria en la cruz.

Todos los días y hasta el fin del mundo; ¡siempre junto a nosotros! Entonces la vida entera se vuelve vocación – cada momento de la jornada ocasión de encuentro con Él, y cada metro cuadrado del planeta, punto donde encontrarle y escenario de la relación con Él. Por eso los cristianos pueden ofrecer lo que hacen o lo que sufren, porque al mirar al otro lado de la apariencia de las cosas, y al saber a Cristo presente, así lo afirman a Él y afirman también nuestra filiación divina. Porque vive siempre con nosotros, lo mismo podemos hacer después de horas de despiste o superficialidad, o incluso inmediatamente después de nuestro pecado. Él está presente, de modo que en el ofrecimiento todo puede quedar transformado y renovado, recuperando la relación perdida. Bastará un momento de consciencia, de memoria de Él, y de nuestra necesidad de su amistad, para poder volver a empezar realmente. Camino que nos llevará hasta el encuentro con Él en la comunidad y en los sacramentos. Ofrecimiento: Señor, tú eres todo y te afirmo; concédeme reconocer tu presencia, y con mi vida glorificarte.



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