07 May Escuchan mi voz
Interrogan los judíos a Jesús. Le exigen que revele su identidad, que lo haga claramente. Pero ellos no le quieren creer. Pues ha dicho ya quién es, pero no le creen. Tampoco a las obras, que para eso son, para dar testimonio de Él. Los judíos no creen, pero sus ovejas sí. Porque escuchan su voz y le siguen. Escuchan su voz y Él les da la vida eterna. Escuchan su voz, y nadie las puede arrancar de su mano. Porque las ovejas son del Padre… Por ese modo de expresarse Jesús en su respuesta, por cómo es la secuencia de las afirmaciones que hace -las conozco, me siguen, tienen vida eterna, y las acaricio en la mano de mi Padre- podemos imaginar hasta una cierta emoción en sus palabras: sus ovejas “no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre”.
Ordena Jesús su respuesta de tal manera que parece indicar que lo que hace a sus ovejas distintas de los demás es que escuchan su voz. Es decir, que acogen el autodonarse de Dios en su palabra, palabra primero hablada y después encarnada en Jesús. De hecho, son muchísimas las veces que Dios pide que su palabra sea recibida y escuchada. Que no es sólo una palabra que pretende gobernar, es decir, no es un grito de mando, sino que es una palabra con la que se quiere dar a conocer invitando a un diálogo y a una amistad. Dios nos ofrece a cada uno su aliento para que conociéndole nos dejemos amar por Él. Para que Él pueda ser nuestro Dios y nosotros su pueblo para siempre.
La primera lectura de la Misa de hoy dice que en Antioquía, con Pablo y Bernabé, “casi toda la ciudad acudió a oír la Palabra de Dios”, y que “la Palabra del Señor se iba difundiendo por toda la región”. Al Señor no le basta con ser Dios; quiere ser Amor y quiere ser vida de nuestra vida. Así, para reconocer una voz que no sea la nuestra, para reconocer su autoridad, es necesario el silencio. Para distinguir la voz del mundo de la voz de Dios en la conciencia, será imprescindible una apuesta decidida por el silencio, por el silencio interior. Se puede dar de muchas formas; en la Liturgia, y si vivimos con verdadero deseo y atención la relación con Él, también se podrá dar un silencio meditativo incluso cuando estamos implicados en las mil actividades a las que todos los días nos tenemos que entregar. Sin duda, la oración es el lugar privilegiado de silencio, especialmente si vivimos a la “escucha” de lo que el Señor nos quiera ir regalando en la meditación pausada y confiada de los libros de la Sagrada Escritura. El silencio y la oración nos son lugares en los que se nos llame a ocupar nosotros todo el espacio, sino más bien, lugares y momentos donde somos invitados a un diálogo con un Dios que tiene voz y cuya voz tiene acceso a nuestro interior. Vivamos a la escucha, sin miedo al misterio de Dios que se nos quiere comunicar.