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No es poco

Dice el Evangelio que se abrió el Cielo. Que se rasgó, como si esa expresión hablase de una grieta definitiva, de un descosido, de las puertas de la casa del Padre ahora abiertas para siempre. Algo inesperado, impresionante, una especie de nueva y definitiva simpatía entre lo divino y lo humano. Porque Jesús empezaba la vida pública y desde el Cielo observaban atentos. Todo lo nuestro a la vista. Todo lo suyo a la vista. Y el Padre no puede menos que decirle al Hijo que le quiere. Mirad a mi siervo -dice Isaías-, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Justo eso, en forma de voz potente, con el Espíritu Santo, descendió entonces sobre Jesús: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”.

Jesús no respondió. De hecho, no hay en el Evangelio ninguna indicación que permita pensar que iniciara en ese momento un diálogo con el Padre. Nosotros contemplamos ese momentazo cósmico entre el Padre y el Hijo desde lo que dicen los evangelios. Nos puede parecer que a lo sucedido le faltó calibre: un Padre poderoso y un Hijo pobre que empezaba una tarea universal. Y el Padre, que se lo podría haber dado todo, sólo le dijo que le quería; ¡qué impresionante! Aunque es probable que no nos impresione tanto como debiera porque en el fondo seguimos imaginando a Jesús como una especie de superhéroe volador de cómic, sin pobrezas, sin fatigas, sin dolores, por encima de todo lo aterrizado de nuestras pequeñas vidas normales. Un hombre llamado a salvar el mundo entero, y cuando empezaba por fin su misión, el Padre le llena los bolsillos sólo con esa noticia: mi Hijo, mi amado, mi predilecto.

Empieza Jesús su misión y ese es su tesoro: su humanidad, la compañía de María, unos pocos amigos, y la certeza de que el Padre le prefiere. Como nosotros, que este tiempo de pandemia nos hace mirar de otro modo y nos damos cuenta como nunca de que sólo tenemos eso mismo, unos pocos amigos, unas circunstancias concretas, y la joya de nuestra vocación cristiana – ¿es poco? Si el Cielo se abriese sobre nuestras cabezas como narra el Evangelio, le gritaríamos al Padre que hiciese bajar sobre nosotros todo tipo de riquezas, de soluciones, que nos ahorrase cansancios y sinsabores. Y que nos arreglase la vida para poder disfrutarla. Al Hijo predilecto Dios le dio su amor de Padre y un camino. Le hizo rozarse con todo lo humano, sin descuentos, porque la vida entera sirve para descubrirse hijo, para crecer así, y para unirse al Padre e intentar construir juntos la historia. Cuando la vida deja de ser vocación, por mucho que hagamos, queda sin sentido.

Se nos abrió el Cielo el día de nuestro bautismo. Nos alcanza también con toda la vida que lleva dentro cada vez que nos confesamos o recibimos la comunión. Y entonces nos llueve encima ese mismo amor de Dios – un diluvio que no ahoga sino que libera. Es lo poco que necesitamos para ser invencibles. Lo que transforma la vida hasta en lo más concreto posible. Como algunos mayores que he conocido que se hacen ancianos contentos, agradecidos, porque la vida les ha valido la pena entera. Cerca de Dios, en este año nuevo que empieza cuesta arriba, comprobemos hasta dónde nos lleva, y cómo, su amor paterno.



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