08 Ene Bautismo y conversión
El río Jordán no es muy profundo, ni su cauce muy caudaloso, pero tiene agua suficiente. Con todo, Juan debió hundir bien los pies en el lodo de su lecho viscoso, para no perder el equilibrio en cada gesto. El suyo era un bautizo de conversión, una llamada al arrepentimiento por los pecados para preparar la venida del Mesías. La de Juan Bautista era una misión que Dios le había encomendado, aunque no todos la supieron reconocer. Sí hubo algunos que se acercaron al río y se bautizaron, pues no querían que hubiese entre ellos y Dios algo indebido. Uno de los que se acercó era Jesús. Él no tenía pecado en el alma, pero se mezcló entre los arrepentidos y le pidió a Juan que repitiese con Él el mismo gesto ritual: ¡bautízame! En el río el Hijo de Dios se solidarizó con los pecadores, uno entre ellos, anticipando así lo que haría para siempre en la cruz. También así le dio al agua el poder que no tenía, al quedar tocada por la fuerza de su divinidad.
Al descender al río, Jesús no apartó a Juan, ahora que el tiempo de su vida pública había empezado. Jesús no le hizo a un lado ocupando entera su posición, sino que al pedirle el bautismo, le confirmaba en su encargo: Juan, haz lo que haces; haz también conmigo lo que el Padre te ha pedido. Y llama al Pueblo de Israel y anúnciale que su Dios espera la conversión de sus pecados. Entonces se abrió el cielo y descendió el Espíritu en forma de paloma, y descendió también la voz de Dios. El Espíritu y el Padre consagraban al Hijo y confirmaban a Juan. Dios quiere nuestra conversión. Y no podemos mirar a Cristo al celebrar la Navidad desoyendo esta llamada. Por eso, al Esposo que llega hay que recibirle como a uno que era esperado y deseado.
El Esposo, la Navidad, el Evangelio; hoy ni siquiera se entiende bien qué quiere eso decir… Porque hemos triturado el anuncio cristiano y lo hemos revuelto con la ideología de moda, que ha sabido bien cómo copiarnos algunos enunciados y desligarlos de la esperanza en la vida eterna. Hoy en día todos somos buenas personas. Los que hacen el bien sin selfies en instagram, y también los buenos médicos que quitan vidas en los hospitales porque no son suficientemente deseadas; todos igual de buenos. Pero no, el cristianismo es otra cosa. Jesús es otra cosa. Los cristianos no tenemos miedo a que nos pidan una conversión porque no somos tan esmirriados por dentro como para pensar que nos están insultando. La conversión es el descubrimiento de un amor que nos hace nuevos y nos cambia la vida entera. Es como un trasplante que nos hace sacar las raíces de nuestra propia tierra para hundirlas en el mismo ser de Dios.
Hoy nadie se atreve a decir la verdad. De hecho, cuando nos la dicen no sabemos bien si nos están atacando o si nos están liberando. San Juan la dice, y Jesús nos lo confirma: nos hemos de convertir. Y la cosa no va de dejar de ser malas personas para que el mundo nos acepte, sino de dejar una mirada que sólo lleva dentro nuestra propia luz para acoger la luz que Dios nos ofrece, que es una luz que no se ahoga nunca en la oscuridad de la noche. Nos hemos de convertir para vivir. Y la conversión es posible porque Él está; es lo que hemos celebrado en Navidad.