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Si no diéramos por sabidas las frases del Evangelio de hoy, al escucharlas nos deberíamos revolver enteros, por dentro y por fuera, incapaces de darlas por buenas o acertadas – al menos en un primer momento. Felices los pobres, y los que sufren o lloran; felices también los que tienen hambre y sed de justicia… Dichosos vosotros -llega a decir Jesús- hasta cuando os insulten, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.

Jesús no niega el llanto, o la injusticia, o el insulto, como hacemos tantas veces los adultos con los pequeños para convencerles de que las cosas no son como ellos piensan; Jesús llama a las cosas por su nombre – sufrimiento. Y sin embargo, hasta nueve veces anuncia la dicha – ¡dichosos! Traído el Evangelio hasta nuestros días, en vez de injusticia o persecución, ¿podríamos hablar del Covid? En efecto, con la pandemia, ¿es posible la dicha y la alegría de las que habla Jesús en el Evangelio? Porque objetivo como la injusticia o el sufrimiento, es que el virus no es un bien en sí mismo. Por eso, no podemos no medirnos o no hacer las cuentas con las palabras de Jesús, leídas para nosotros en esta hora de nuestra historia: ¡dichosos!

La incertidumbre que vivimos, y la suma constante de medidas nuevas de prevención, nos obligan a vivir mucho más presentes en el presente, es decir, más enteros y más vivos en el ahora, sin la vía de escape o de consuelo que a veces encontramos en la imaginación de un futuro alternativo. Pero vivir sólo en el presente, tan dentro de nuestra propia vida, con las manos más abiertas que nunca, parece que estrangula las posibilidades de una vida buena. No hay duda de que vienen tiempos duros. En mucho, seremos más pobres. Pero al estar más obligados a esperarlo todo sólo de lo que vivamos aquí y ahora, viviremos menos distraídos y más disponibles, más atentos y, entonces, mejor dispuestos para reconocer el milagro de la presencia del Señor junto a nosotros. Las circunstancias que Dios nos hace atravesar, cuando las vivimos con esa recia disponibilidad interior, tienden siempre a desvelar su presencia y paternidad. Porque la realidad entera es para eso, para que podamos descubrirle a Él.

Por cómo estamos viviendo la nostalgia de algunas cosas o de algunas posibilidades ahora perdidas, parece que Dios no sea más que un complemento de la vida, un además, pero en absoluto su fundamento. Sin quitarle nada a lo que estamos viviendo: ¿podría Dios ser la dicha de nuestra vida?

Descubrirle, conocer su verdad, sabernos suyos, ¿podría ser la vida de nuestra vida? ¿A qué dios adoramos realmente cuando se nos va el corazón y la vida detrás de algunas cosas que han quedado distantes? Insisto, no soy ingenuo: la vida es cada vez más cuesta arriba. Pero esta es una circunstancia privilegiada para enfrentarnos a la verdad de lo que somos y a la verdad de Dios – algo que normalmente vamos posponiendo hasta el momento previo a ser llamados al Cielo.

Celebramos hoy la Solemnidad de Todos los santos. Todos son muchos, tantos, cada uno con su estilo, su vocación, y el tiempo de su historia. Todos conquistados por el mismo Dios: madres de familia, sacerdotes, médicos, ricos o pobres. Más famosos o menos. Que no fueron santos porque la vida les viniera de cara, sino porque se dejaron conquistar por un Dios que vale la pena. Dejemos que Dios lo intente con nosotros.



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