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Nos escondemos enteros, hasta forzar el gesto si es necesario, para caber escondidos en la sombra menuda que los niños proyectan con su poca estatura. Como si ellos nos obligaran, les hacemos responsables. En el fondo es un pacto tramposo del que los menores ni saben: con la excusa de sus ilusiones infantiles, y con el pretexto de sus regalos, nos dedicamos en cuerpo y alma a los nuestros. Queremos pasarlo bien sin medir costes. Por fin la verdad y la religión han quedado definitivamente arrinconadas y podemos vivir para eso, para divertirnos. De hecho medimos las cosas en función de ese criterio enano, y somos capaces de invertir y sacrificar lo que sea necesario con tal de lograr un poco del humor de la vida festiva. Para eso hacen falta cosas, regalos; cosas y emociones y placeres, y, en lo que se pueda, también poderes. Ahí los Reyes, que aún son majestades porque son proveedores de nuestra juerga vital. Vivimos para acumular y la fiesta es esa: la del poder sobre las cosas. Y los Reyes se dedican a eso, a traérnoslas con su magia.

La Iglesia nos pide hoy que les contemplemos. Que hagamos por conocerles, a estos hombres de Oriente que vivieron para buscar. Peregrinaron en busca de la verdad en vez de dedicarse a acumular posibilidades. Se atrevieron con el riesgo de la aventura, no por una fama o por un poder, sino por el gusto de la verdad, que querían descubrir y amar. Arriesgaron porque no se olvidaron que la vida es un don; no la dieron por descontada y remontaron su corriente hasta dar con su fuente. Los Reyes Magos son testigos de un tiempo en el que la vida no era para la diversión sino para la verdad. Tenían el corazón apostado más arriba, más cerca del cielo, y no tanto en el bazar de las emociones y los placeres. Querían buscar y no poseer; encontrar, conocer, y adorar al Autor de la vida.

A los magos los guió una estrella. Se confiaron a ella y la siguieron al mismo tiempo que descubrían cuánto el caminar juntos era lo que, de hecho, lo hacía posible mientras les sostenía en la fatiga del camino. Se apoyaron; ese fue el secreto: la comunidad. Solos no lo habrían conseguido porque en sus vuelos más elevados la libertad necesita sus apoyos. Ratzinger lo dijo así: la fe pide con-creyentes. Es decir, uno de los primeros trabajos de nuestra vida cristiana es buscar con humildad -y con petición a Dios- a personas que se atrevan a buscar lo mismo y lo quieran hacer con nosotros; necesitamos hacer el camino con alguien. Se trata de llegar hasta Dios para caer de rodillas, como hicieron los Reyes, porque Él es el origen y la garantía de nuestra vida. Sin poseerlo, porque no es una cosa que podamos domesticar. Adorarlo, porque Dios es aquello que cuando lo encontramos nos cambia la vida entera.



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