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Cimientos

Tengo un recuerdo imborrable de un día en el colegio, yo pequeño, cuando un profesor nos sorprendió a todos al explicarnos que los edificios altos se mantienen en pie gracias a sus cimientos. Están ahí escondidos, discretos, pero son imprescindibles. Lo entendí, sin ver, pero se entendía… Son alargados y crecen hacia abajo como si fuesen las raíces de un árbol. Como unas manos tendidas en secreto con las que el cuerpo hacia arriba del inmueble pide a la tierra que comparta y transmita su firmeza. Cuanto más alta la casa, más tiene que vivir de lo que le dan; cuanto más rasca el cielo, más tiene que vivir de prestado.

Los cimientos de la vida de los fariseos hacían justo al revés: se alargaban hacia arriba, apoyados sólo en el aire vacío de lo que pensaban ya sabido, en el techo de sus opiniones. Se ve en el Evangelio de este domingo, que cuenta de un ciego de nacimiento al que Jesús curó con un milagro. Se descubre la noticia, la del hombre era ciego que de repente veía, y los fariseos preguntan sobre el prodigio; les pudo la sorpresa. Preguntan una vez, y otra, y otra… No contentos hacen llamar a los padres del muchacho, y preguntan aún. Todos a coro cantan lo mismo: ¡era ciego pero ahora ve! Los fariseos no lo admiten: con las patas arriba, con los cimientos estirando el cuello, dicen imposible, ¡ridículo!

Jesús puede con todo menos con ellos. Prostitutas, leprosos, ciegos, ladrones, pero no con estos fariseos letrados. Porque se atrincheran en ellos mismos, herméticos, como un bicho bola; existe sólo lo que diga nuestra doctrina. En esas el ciego insiste en que ve, que les ve incluso a ellos, pero les rebota todo, impenetrables: “Has nacido en pecado y ¿nos vas a enseñar tú a nosotros? Entonces le echaron fuera”. Hombres miedicas, encerrados en su propio aliento, con las raíces en dirección contraria a la vida. Eso le pasa a la ideología, que se pasa al día al espejo y acaba pensando que es la única reina.

Hay algo que es anterior a nuestro saber y a nuestro poder. Algo primero, que respira desde más hondo. Que pide ser conocido y amado, porque es la fuente de nuestra posibilidad, el terreno estable donde se aposenta la maravilla que somos. La noticia sobre nosotros mismos no nos la puede dar sólo un médico, o un político, o las tres ideas de moda. Hace falta escuchar al que nos está haciendo ahora, con la misma disponibilidad con la que un viejo edificio se deja hacer por la tierra a sus pies durante décadas. La semilla del misterio que somos, la plantó Dios al crearnos. Guardini decía: “Yo no soy por esencia, ese yo me es dado. Por lo tanto, me he recibido a mí mismo”. Recibir lo que somos, porque el don es lo que va primero. Nos precede y nos promete un bien. De manos de Dios, y en la compañía de los otros.



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