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Confiar

Dios prometió a Abraham lo más imposible de todo, que a su edad, tendría descendencia. Y, llegado el tiempo, Dios prometió a Jesús lo que era aún más imposible, la vida para siempre después de una muerte total. Los dos creyeron, y por su confianza Abraham fue padre, y por su confianza Jesús resucitó. Confiar en otro, en la persona del otro, en su testimonio, era antes algo típico, sabido como necesario para la vida del hombre, tanto como el aire que respiramos. Ahora, en cambio, vivimos muy confundidos por un terrible espejismo, el de pensar que para conocer la verdad de las cosas, y en el fondo para vivir, nos basta con obtener más información, con engordar la cuenta de los datos. Como si el mero acopio de noticias, o ver qué dice Google de las cosas, fuese más fehaciente que el corazón de un hombre o de una mujer cuando nos transmite algo con certeza. Antes se trataba de caminar juntos, y ahora parece que nos basta con controlar estadísticas.

Confiarse a otra persona ha dejado de ser un gesto habitual entre nosotros. De hecho, pocos piensan seriamente que acoger el testimonio de un tercero pueda ser un modo real de conocer la verdad de algo. Quizá antes no teníamos alternativa, y uno subía a casa del vecino a pedir ayuda o compañía, o se emprendían proyectos en un apretón de manos. Ahora, en esas mismas manos, tenemos lo que nos parece que es una opción más rápida y fácil, y bastante menos comprometida. Nos acabamos orientando en muchos de los momentos de la vida en función de lo que dice internet, el blog impersonal de turno, o el titular grandote e hiriente de la web que consultamos. Acaba eso teniendo para nosotros más dosis de verdad que un hombre de carne y hueso que nos dice que las cosas son de otra manera. Es cierto que intuimos que el otro no ha hecho más que arrojarse también a sus webs habituales, así que como vive de lo mismo que nosotros, tememos confiarnos a su juicio.

Gracias a Dios sigue habiendo personas dignas de confianza. Y sigue habiendo personas que apuestan por la comunión como vida. Impresiona pensar que es lo que los apóstoles hicieron. Porque es a lo que el Señor les llamó. Impresiona que no tuvieran miedo a darse por entero a un mundo que no era el suyo. Que no tuvieran miedo a arriesgar todo lo que eran por lo que habían visto en un hombre y en la amistad con Él. ¿No será que nos perdemos algo cuando nos empeñamos en darnos razones a nosotros mismos para no afirmar como verdadero lo que dice otro? ¿No será que la vida buena tiene mucho que ver con la confianza en los demás?

Hemos cambiado la confianza, el gesto precioso de poner la vida en manos de un amigo, por el análisis. Es un paso más hacia el individualismo, que nos hace creer que sólo nosotros mismos somos realmente dignos de crédito en el tribunal de nuestra conciencia. Con los tiempos que corren, nos parece menos arriesgado. Pero la vida así avanza con el freno puesto. Insisto: vivir por nuestra cuenta, haciendo lo posible por no quedar nunca en deuda con nadie, no es más que un intento vano. Ganamos cuando somos dependientes, no cuando logramos aislarnos. Porque confiar y construir juntos es quererse bien a uno mismo. Es no encoger el horizonte de nuestra existencia. Que es lo que hacemos cuando nos dedicamos a la afirmación borracha de nosotros mismos tan típica de estos tiempos. Miremos al hombre Jesús, que vivió siempre en manos de otro. Y a los apóstoles, que confiaron en Él.



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