19 Jun Corpus
Impresiona la fe de la Iglesia. Todavía hoy, después de siglos de turbulencias históricas, fuera y dentro de sus muros, cuando la esposa de Cristo intenta explicar el sacramento de la Eucaristía, dice que es real. Y lo describe así, precisamente con esa palabra, con ese adjetivo: real. Así, por cómo es el tiempo que vivimos, no podemos pasar por alto la expresión. Porque la última versión de todo parece que anuncie que al final nada permanecerá, y que todo va a cambiar. Además, mandan como nunca los instintos y las emociones. Y el peso borracho de las ideologías es probable que revuelva hasta lo más hondo de nuestra cultura. Qué bueno que con este panorama nuestra fe insista: Jesús real, su presencia real, objetiva, cierta, firme, verdadera; como el contrafuerte necesario y definitivo para todo lo que somos.
Para poder descubrir el realismo en el sacramento, el sentido de la vista, el del tacto, y también el olfato y el gusto, tienen que cederle el paso al oído. En efecto, como estos no logran ir más allá del dato de sus primeras impresiones, el sacramento de la Eucaristía pide un trabajo de oídas. Porque el oído puede ir más allá, y de hecho es lo primero en nosotros con que recibimos la noticia de la presencia de Jesús. El sacerdote, que en el altar es Cristo mismo, pronuncia palabras que comunican el don salvador, el ofrecimiento que Jesús hace al Padre por nosotros, y, también, su presencia velada en las especies del pan y del vino. Así pues, para descubrir la presencia de Cristo que cambia la vida, hace falta la escucha: el silencio interior del que se dispone a acoger a otro que viene.
La Eucaristía pide escucha, oído atento a la palabra de Dios, y también oído atento a nuestra propia humanidad. Porque le daremos más o menos espacio, y estaremos más o menos despiertos, pero es inevitable el momento -nuestro día adulto- en el que cada uno se percata de la longitud infinita del propio deseo: es que sólo nos basta Dios. Porque al crearnos Él se reservó para siempre ese espacio en nosotros. Como un cielo que no pierde su infinito mientras se oculta en nuestro pecho humano; sólo Dios basta. La Eucaristía es real, tanto como es real nuestra necesidad de salvación. Nos puede confundir la ideología, y nos puede distraer la potencia tecnológica de nuestro siglo, pero el corazón del hombre necesita un salvador. No sólo una superación, o la posibilidad de un paso más allá, sino un auténtico amor que dé vida y sentido, y que así salve.
El realismo de la Eucaristía salva. Porque el sacramento del altar es bien objetivo, concreto, completamente localizado en el espacio y en el tiempo. Por eso pide también en nosotros una especie de realismo propio que nos rescatará al guiarnos hasta el encuentro con el Dios que muere en la cruz. Al acercarnos a la Eucaristía, abandonaremos la posibilidad de un dios que puede que sólo fabriquemos con la imaginación, y nos encaminaremos al Dios que se dona generoso ofreciéndonos su carne y su sangre, su vida, para que al comerla se vuelva nuestra. La fiesta del Corpus es importante. La liturgia nos la regala de nuevo, para que la Eucaristía no quede desplazada ni arrinconada, ahora que tenemos más necesidad que nunca de ser salvados. Toda la novedad, toda la diferencia que le pedimos a la Iglesia y a la vida, sólo será buena si en su punto de arranque se reconoce y adora a Cristo realmente presente en el altar.