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De rodillas

Cubierto de lepra, con su piel herida, se puso de rodillas para suplicar. Desde lo bajo, le pidió a Jesús que le curase. Obligado a respetar unas condiciones de vida durísimas, este hombre doliente, en vez de enrollarse en lamentos y maldiciones, se gastó en ese ruego humilde a Jesús – si quieres, puedes limpiarme.

Jesús se dejó alcanzar. Quedó atento, en silencio. Como si con su presencia habilitara un espacio infinito al alcance del enfermo donde pudieran reposar íntegros su dolor y su petición. Su oración fue escuchada. Jesús no estaba sólo de paso. En efecto, al contemplar la escena del Evangelio se intuye cómo Él estaba sucediendo por entero, presente, sin que nada de lo suyo faltara en ese encuentro y en ese momento. Jesús llegaba desde el camino para poder recoger el dolor, y el gesto, y la súplica de este hombre. No estamos solos; ni la más pobre de nuestras oraciones queda abandonada – quiero, queda limpio.

Dice san Marcos que Jesús sintió lástima y extendió la mano hasta poder tocar la carne enferma del leproso. Como si le estuviese ofreciendo su carne sana como el punto final del camino del dolor, comprometiéndose, a la vez, a ocupar para siempre su lugar. Quiero, le dice Jesús. Mi corazón en el tuyo, habitados los dos por un mismo deseo. Que con la Encarnación y la cruz hago posible. 

Lo más pobre del leproso era su carne podrida. Razón de los peores males – el castigo, el exilio, los dolores, y la pena de muerte. Soportar la vida para que en su hora la tumba pudiera cebarse. Implacable. Pero para su sorpresa, la herida en la piel iluminó sus pasos, guiados así hasta encontrar a Jesús. Lo que le esclavizaba fue precisamente lo que le condujo hasta el descubrimiento del Mesías. La lepra lo arrastró hasta los ojos y el corazón de Jesús, que al conocer a este hombre, lo amó, excitándose entonces toda la fuerza de su misericordia. 

Jesús le dijo que se presentara al sacerdote para que constara oficialmente que había sido purificado. Y para que también oficialmente pudiese regresar a la ciudad, al pueblo de la promesa, a ser de nuevo uno entre los hijos queridos de Dios. Jesús le curó renovándole la vocación. La vida y la vida eterna. Porque se puso de rodillas y pidió. Con frecuencia nos parece bastante con pensar que Dios lo sabe todo, y que así sabe de nuestras cosas. Esperamos a que obre de oficio, en vez de acercarnos hijos a su corazón con una oración confiada. El leproso debió pasar el resto de su vida testimoniándolo: cuánto aquello que denunciamos en nosotros o en nuestras vidas, puesto en sus manos, puede ser el modo y el lugar privilegiados para el encuentro con el Señor, la ocasión para un milagro, el despertar de nuestra vocación.



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