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El Dios de las cosas

Somos bien pequeños cuando llegamos al mundo. Casi nada. Pero desde el primer día cada sentido es experto en lo suyo: el tacto, el oído, el olfato… Dios nos regala los sentidos para que podamos encontrarnos con la realidad. Para encontrarnos con su obra, con la creación, con todo lo que nace en la forja de su amor. Desde el primer día olemos, tocamos, empezamos a mirar y empezamos a conocer. Así brota la relación. Así empieza el afecto. Y se van haciendo un poco nuestras todas las cosas. Nos interesa la realidad. Porque Dios la viste bonita, atractiva. Se sirve de ella para darse a conocer, para que sepamos que Él es nuestro tú. Yo y tú, Dios mío.

Dios nos hace a todos dos regalos. El primero es el ser, y la belleza y la bondad de las cosas. El segundo es nuestra necesidad de Él. Eso nos hace estirar los brazos y abrir las manos y querer adueñarnos de todo. Porque las cosas nos llaman y nos interesan. Son buenas. Son un bien, un momento del camino, un modo del camino. Pero son sólo modo, antesala; esa es la gracia. No hay duda: la creación es nuestra casa. Es el primer lugar de nuestra vocación, que consiste en la relación con la realidad. Porque la realidad es como el dorso del Señor, como la noticia de Dios que las cosas al pasar dejan suspendida en la luz. La realidad es como una membrana conectora, como una tela finísima de carne, la más delgada de todas, que al tiempo que separa sirve de punto de encuentro. Trasluce, y nos permite descubrir la silueta de la presencia de Dios.

Pero las cosas no son el fin. Conservan la huella de Dios. Queda allí vigilante, a la espera de ser reconocida. Sirven de puente para que nos podamos encontrar Dios y nosotros. Pero no son el fin. No lo podemos esperar todo de las cosas… Por eso, para no frustrar nuestra capacidad de amar, para no frustrar nuestra razón, para no hacer que la vida sea inútil, en el camino hacia la realidad tendremos que dar el paso de inteligencia, y el paso de afecto, que se atreve con el más allá. No podremos vivir bien si no afirmamos a Dios, si no le reconocemos y si no le cantamos como el origen y el destino de todo. El mundo tiene poco sentido y no vale la pena sin el más allá que lo sostiene y lo vivifica.

Esta es la obra de Jesús. Él es la puerta. Jesús es el lugar donde el ahora toca el para siempre, donde lo concreto y limitado se abrazan con el infinito. Donde nosotros mismos podemos gustar a Dios. Donde nuestras fuerzas pobres y el gozo se hacen amigos. Jesús en la Eucaristía hace que el mundo no se nos quede pequeño. Porque la Eucaristía es de este mundo y lleva a Dios dentro. Cristo en el Sacramento es el don para nuestro deseo. Es el amor de Jesús por nuestro deseo. Que puede que en ocasiones no colme el sentimiento, pero sí abraza la libertad entera cuando se recibe con fe. Cuando se recibe con la urgencia de intimidad con el Dios que hemos empezado a conocer en las cosas.

Nuestra vocación es la relación con la realidad. Nuestra vocación es la Eucaristía. Nuestra vocación es la vida eterna. La creación entera está impregnada del aroma del perfume de Dios. Dios es todo en todo. Y con todo nos llama. Hasta el encuentro con Él en el Sacramento, que es anticipo del don que será la vida en el Cielo para siempre.



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