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El hombre de la cruz

La madera por dentro era agarrada, prieta, capaz de mantener quietos -cautivos- los clavos que la abrieron a golpes. La abrieron, pero se hizo dueña del peso muerto del hombre de la cruz. Sin menearse, sin doblarse ni siquiera un poco. Madera fuerte. A los pies del reo inerte quedaba sólo María. Porque muerto, colgando de esos pocos hierros, Jesús ya no era interesante. No quedaba nadie a quien gritar, ni ninguna violencia por desatar. El primer silencio del día. La madre sola. Sola a los pies del muerto. Parecía que la mujer custodiaba algo sin valor. Una carne colgada, apagada. Una carne inútil. Ella había sido fiel al hijo, tan fiel, tan una con el hijo que su humanidad de mujer había empezado a transparentar.

Sólo unos pocos de los que se movían de vuelta a sus casas se percataron de que ella seguía presente. Pensarían que la mujer había quedado atrapada en un tiempo que fue, un tiempo que fue pero que ya había terminado. Pensarían, se lo dirían entre susurros, que María había extraviado el camino del tiempo. Que el tiempo de Jesús era muy otro. Ya no. Cristo el hombre de la cruz y María la mujer de un tiempo pasado. Y por eso sola. La vida sucedía ahora en otro lugar, escogía otros escenarios, a distancia del rabino que hacía milagros. Era antes… Parecía que el tiempo y la vida tenían ahora otra forma, otra forma distinta. Pero la madre se quedó allí con los pies hundidos en la tierra, como si también ella fuese madera de otra cruz.

Miran a la Iglesia y piensan lo mismo: otra mujer solitaria que pertenece a otro tiempo. Sola, con sus faldas largas, sola a los pies de una cruz de palo, de una cruz vieja. Una cruz vieja y muda. Imagen de pasta mala, de madera barata. La que algunos románticos pasean de vez en cuando, al llegar la Cuaresma. María y la Iglesia parecen dos extranjeras, oriundas de otros tiempos, gentes que pertenecen a otras vidas. Dos señoras de las de antes. Iglesia pequeña, discutida, afeada. Pero que al igual que María a los pies de la cruz, conserva en su interior intacto y para siempre un tesoro.

María conoce la vida secreta que renovará entero el cuerpo precioso de su hijo. Sabe María de la potencia fiel de Dios Padre. Sabe que a esos que se marchan les alcanzará la noticia de la resurrección de su hijo. Sabe también la Iglesia, y por eso no se cansa. Sabe la Iglesia que la vida no se acaba, ni antes ni después de la muerte. Mira María al cadáver de su hijo y en la fe gusta con anticipo la resurrección. Mira la Iglesia al no-nacido y sabe que es amable, que siempre es amable. Sabe la Iglesia, porque mira como María desde el tesoro que lleva dentro. Sabe que el enfermo y el anciano siguen siendo bonitos. Sabe la Iglesia que no pierde el tiempo el voluntario, ni el cuidador, ni la enfermera, ni la hija que acompaña despacito a la madre con demencia. Sabe la Iglesia que María no está sola a los pies de la cruz. Sabe María que la Iglesia es esposa. Saben las dos que están recorridas por dentro por el amor de Dios, que es fuente invencible de vida. No es que no exista el límite. Existe, pero ha sido vencido por el hombre de la cruz.



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