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Espera

Empezamos el Adviento, y con la primera palabra que nos dirige en este tiempo nuevo, Jesús nos exhorta a estar vigilantes, atentos; nos invita a vivir sin desplazarnos, sin huir de la tarea que nuestra propia humanidad nos impone cada amanecer, que mucho tiene de esperar. Porque no todo está a nuestro alcance, y no todo lo podemos. En efecto, no se puede ser hombre, varón o mujer, sin tener que esperar. Aunque esto a veces nos llegue a avergonzar, porque hoy en día nos cuesta mucho no acabar interpretando esta incapacidad para la autosuficiencia como una especie de pobreza. En el tiempo del Adviento el Señor guerrea contra esa mentira incrustada en nuestras conciencias y nos invita a vivir desde dentro, a coincidir con nosotros mismos, esperando, vigilantes, para poder reconocerle a Él que viene hacia nosotros, atraído precisamente por nuestra disponible espera.

Dios no teme ser Él mismo: es Amor y quiere amar. A nosotros, en cambio, que somos anhelo de ese Amor, nos pesa la espera – como si denunciase algo feo en nosotros; ¡cuánto nos desgastamos en intentar esquivar la necesidad de esperar! ¡Cuánto dejamos de ser lo que somos! Lo decía Rilke: “Todo conspira para callar en nosotros, un poco como se calla, tal vez, una vergüenza, un poco como se calla una esperanza inefable”. Nuestro hombre interior grita desde dentro, desde el centro de lo que somos, pero nosotros le obligamos al silencio, y hasta lo humillamos por inoportuno. Es entonces cuando nos encomendamos sin complejos a la suma de nuestras ocupaciones, esperando que colmen, aunque el precio a pagar sea quedar extenuados. Pero ocuparse no basta, porque nuestra humanidad se resiste y, aunque débil, logra que su reclamo de infinito llegue hasta nuestras conciencias. Después, agotados, lo apostamos todo por una buena distracción, dándonos permiso para casi todo, lo que sea necesario con tal de distraernos – llenaremos las terrazas de los bares, y también las tiendas en Navidad, y las neveras, porque necesitamos un rato de vida alternativa a la que vivimos… Es una secuencia de locos: ocupados, y entonces distraídos; más ocupados, y entonces más distraídos, en un escalar que lleva a ninguna parte.

El Adviento es un tiempo en el que el Señor nos llama a esperar: mirad, vigilad, velad – son las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy. Son palabras que llevan un tesoro dentro. Pues dejan entrever que a Dios le urge amarnos, casi más que a nosotros dejarnos querer por Él. Mira y pide, vigila y ruega. Vela y grita, porque Yo vengo… No hay ejercicio más humano, más inteligente, más verdadero, que el de esperar. Rezar y pedir, que también eso es esperar. Porque la oración es la lengua del anhelo, que se expresa así cuando nos atrevemos a darle espacio al hombre que somos cada uno. Lo decía Julián Carrón hace unos años a un grupo de universitarios: “No podemos arrancarnos esta espera, porque constituye la estructura de nuestra naturaleza. No hemos decidido nosotros tenerla, ni podemos decidir suprimirla, no depende de nosotros, no podemos hacer nada. Podemos, eso sí, decidir secundarla u oponernos a ella, amarla u odiarla: esta es la alternativa que se nos plantea cada día a cada uno de nosotros”. El Adviento es para esto, y nos recuerda que la salvación y la vida buena son siempre don: es Jesús que se dona – Yo vengo.



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