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Espíritu de libertad

El otro día tuve una conversación con unos esposos. Nos reunimos los tres con frecuencia, por una buena amistad, y siempre el tiempo juntos es valioso y simpático. Tienen varios hijos, algunos todavía pequeños, así que aún tienen por delante años de exigencia familiar y profesional. Ella es especialmente cariñosa, siempre muy ponderada. Esa mañana estrenó la conversación con su tono dulce habitual, pero lo primero que dijo es que estaba enfadada con él. Mucho y desde hacía días, tanto que acercándose al encuentro conmigo se preguntaba de qué íbamos a hablar si ella estaba así de disgustada. Un poco atrevido, cuando había terminado de explicarse le pregunté si estar enfadada le estaba ayudando; me podría haber mandado a la porra para siempre… Pero después de mirarme un momento desde el silencio, me dijo que no, que no le ayudaba nada.

Él es un hombre fiel, transparente y bueno. Médico incansable. Y un compromiso profesional que podía haber pospuesto, le impidió acompañar a su hija mayor en una tarde importante para ella. En nuestra conversación se expuso sin rodeos, dejando a la vista su corazón atrapado. Cómo se hace para querer a tu gente, preguntaba con dolor. Porque trabajo para cuidar de mi familia, decía… Pero esa reunión no pospuesta hizo de mí un extraño para mi hija y se llevó a mi esposa durante días. Ella le miraba con una ternura total, pero también sin saber cómo salir del foso de su enfado, sin conseguir quitarse de encima el peso que había dejado la ausencia de su marido en la vida familiar.

Vivimos buena parte de la vida atrapados. En el fondo porque estamos a la defensiva. Más o menos conscientemente, dedicamos no pocas energías y esfuerzos a protegernos. Con reservas, envueltos en armaduras inventadas por nosotros. A la defensiva de la realidad, de los demás, de la libertad de los demás, a la defensiva del mismo Dios, pues la suya es una voluntad no siempre atenta a nuestros criterios. Vivimos así por un cierto cálculo de las cosas, porque no nos salen las cuentas. Sabemos de imprevistos, y de cuánto el tiempo y las fuerzas, las posibilidades, van a menos. En efecto, muchos de nuestros pesares interiores, y muchas de las dificultades en nuestras relaciones, provienen de esa actitud vital: nos defendemos, como quien tiene medios escasos para custodiar un tesoro que ha quedado expuesto y a la vista de todos.

Jesús vivió con libertad, siempre con la piel al descubierto, sin huir del ruedo, que sólo abandonaba de noche en noche para ir a la oración y así volver al amanecer. A diferencia de nosotros -que vamos apagando a pocos la voz de Dios en nuestro interior- Jesús vivió sin temores en la intemperie de la gracia, siempre presente y en primera persona. Quiso eso para sus apóstoles, y lo quiere también para nosotros. Por eso envió y donó gratuitamente el Espíritu, el latido de su corazón, en lenguas de fuego que se posaron sobre cada uno de los discípulos. A nosotros nos llega siempre en los sacramentos, el mismo don. Que es su misma vida interior, su yo íntimo, que pretende alcanzarnos y transformarnos.

El Espíritu llega hasta nosotros para liberarnos de las ataduras que nos retienen. Las que nos impiden obedecer al buen Dios, y las que nos impiden ser para el otro sin reservas, por un Bien reconocido y amado más prometedor que el cumplimiento de nuestras pequeñas imágenes. Sólo el Espíritu es verdadera garantía de vida. Y lo recibe quien vive cerca de Jesús en su Iglesia. ¿Nos basta con nuestra medida de las cosas? ¿Querríamos una vida que descansara en apoyos distintos a los nuestros? ¿Estamos disponibles para recibir el Espíritu?



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