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Hijo de Timeo

El evangelista asegura ese dato. El ciego del camino tenía padre y se llamaba Timeo. Como si así nos invitara el texto sagrado a mirarle de puntillas, para poder ver más allá de su propia historia; como si nos invitara a mirar al mundo entero que lo rodea. Y de este modo nos dijera que todo eso no era suficiente. Ni su padre, ni esos muchos de los que habla la escena del Evangelio, nadie pudo con la ceguera del pobre Bartimeo. La biología, todo aquello que crece en este mundo, incapaz de darle la vista a este mendigo ciego que pedía sentado al lado del camino.

Jesús ganó su cuerpo en las entrañas de María. Es uno de los nuestros. Pero no es sólo de este mundo. Porque el corazón de María no fue su primer hogar; Él venía ya vivo desde el Cielo. Y llegó cargado con lo que le faltaba a Timeo. Con la luz que se había escapado de los ojos de su hijo. Así, Jesús se hizo presente, en esa vuelta del camino donde el ciego solía pedir. Pasó por allí, con suficiente alboroto a su alrededor como para que el ciego se percatara de su presencia. Se paró Jesús porque el ciego gritaba – dice el evangelista. No pasó de largo. No le incomodaban. Le llamó: ¿qué quieres? Quiero lo que tú traes del cielo, le dijo el ciego: eso que viene de fuera y que cambia la vida.

Anda -le dice Jesús- porque tu fe te ha salvado. La fe, que aquí apostaba por la cercanía de Dios. Por la diferencia entre Dios y todo aquello que nosotros podemos conseguir con nuestras energías e intentos. La fe del ciego no miraba hacia dentro, en busca de un estado emocional particular, sino que miraba entero hacia afuera, con esos ojos secos y todo el aire de sus pulmones. Porque Jesús no es una vibración interior. O una fibra escondida en nuestra emotividad. Jesús es alguien que pasa por las caminos de nuestra necesidad, disponible. Con toda la fuerza del Dios del Cielo.

Que vea – le dice el ciego. Que pueda ver más allá, al otro lado de lo que yo soy. Nos interesa contemplar al ciego, porque no pocos confunden la espiritualidad, nuestra fe, con algo que también es muy humano, pero que no es religioso. La visita íntima a lo que somos, a nuestro interior, en busca de serenidad o paz, es algo muy conveniente, pero por sí misma no es religión. En muchos se confunde hoy lo sentimental con lo religioso – si bien es cierto que lo religioso nos puede brindar los mejores sentimientos. Una emoción provocada, perseguida, con toda su intensidad, puede darse en un alma que sigue cerrada en sí misma. La religión cristiana no nos encierra dentro de lo que somos, sino que nos une a Dios de la mano de su Hijo Jesús. Por eso, para vivir nuestra fe no queda otra que salir hacia fuera – justo como hizo el ciego con sus gritos… Hacia fuera: en la oración. En los sacramentos. En el roce con la vida de la comunidad – de los otros. Pidamos pues salir de nosotros mismos para poder encontrar al Dios que visita nuestras vidas.



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