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Les llamó

Pedro y Andrés estaban en lo suyo, trabajando. Jesús se acercó y les llamó. Venid conmigo y os haré pescadores, como si la vocación fuese un movimiento -un itinerario- en estas dos direcciones a la vez, una de ida y otra de vuelta. Es casi paradójico: les aparta de las barcas para hacerles pescadores. Deja tus redes, sígueme, y te daré la barca y el mundo entero. Con frecuencia nosotros sólo pensamos, sólo le damos vueltas a las cosas – como si rumiar mucho algo bastase para descubrir la verdad. Pensar sin más nos bloquea y nos hace vivir a la defensiva. El Evangelio de hoy nos ayuda y lo muestra: no es Cristo o el mundo; Jesús no es un rival. No recela de nuestra relación con las cosas, de nuestros afectos. Jesús no ve la barca de Pedro con el rabillo del ojo, con disgusto, mientras se inventa el modo de pedirle que demuestre que Él es más que todas sus barcas. Justo al contrario: Jesús celebra nuestros vínculos, lo nuestro, todo lo nuestro, porque todo es don suyo. Ven, le llama, para que te lo pueda dar todo cien veces más. Con nuestra vocación cristiana Dios no nos llama a escoger, o al mundo con sus gustos y tesoros, o a su Hijo Jesús. Se trata de seguir a Jesús, de seguirle con la vida entera, y al responder a su invitación, empezar a poseerlo todo de un modo nuevo – ven, pescador… 

Dice el Evangelio que dejó las redes inmediatamente. Pedro no pensó a Jesús. Apartó la vista del lago, abrió las manos, dejó caer sus redes, y se puso a caminar con el maestro. Pedro no lo pensó. Lo hizo. Nosotros a Jesús lo pensamos, lo deseamos, aunque no siempre lo vivimos, no con la vida. Estamos divididos, y por eso no explota en nosotros el ciento por uno prometido. Nuestra vida cristiana, y la fe con ella, se han ido retirando de la vida-vida. Las agendas políticas, los periódicos a su servicio, las modas de moda, y nuestra falta de libertad, han ido expulsando de la vida normal de los hombres todo lo cristiano. Nos han ido convenciendo de que la fe pertenece a la cara oculta de la vida, a lo privado, a lo que se hace a solas y en el tiempo libre. Da la sensación de que lo cristiano lleva tiempo de mudanza en mudanza: de lo personal a lo íntimo, de lo íntimo a lo secreto y, por fin, de lo secreto a lo vergonzoso. La fe como un subdesarrollo, de modo que no nos queda ya otra que disimularla.

Cuando Pedro empezó a seguir a Jesús, empezó a cambiarle la vida. De ahí, en ese gesto, brotaron afectos nuevos, a su familia, a sus amigos, una mirada que no había tenido nunca sobre sí mismo y sobre su vida. Una diferencia que empezaba a inundarlo todo – hombres nuevos. Nosotros forzamos las cosas, nos forzamos a nosotros, a Jesús y a la Iglesia, cuando pretendemos que nuestra fe cristiana no altere nuestra posición en el mundo. Queremos ser de Cristo sin tener que diferenciarnos de los demás. No es que el mundo y nuestra fe sean incompatibles. Porque no consiste la vida cristiana en rechazar lo que Dios nos ha regalado. Pero no podemos seguir a Jesús sólo pensándolo. Jesús no puede salvarnos si no admitimos ni un milímetro de distancia de nuestras barcas – las que sean. A día de hoy, tal y como están las cosas en la calle, quien decida seguir a Jesús, necesariamente, irá sorprendiendo cómo va descubriéndose una diferencia evidente con todo, hasta con uno mismo, con el uno-mismo que éramos antes. Jesús cambia la vida, porque la cambia. Cambian los amores, la relación con las cosas, el sentido y el valor de cada instante, es la realidad entera vestida de nuevo. Pedro arriesgó su barca y Jesús le regaló el amor de Dios.



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