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Lo nuevo y lo bueno

El tiempo de nuestra pequeña historia va trayendo a las puertas de la vida sus dones y sus imprevistos. Mucho de lo que nos llega es bueno, verdadero o hermoso, prometedor, y nos hace amar la vida. También nos llegan gravedades. Es verdad que de algunas de ellas somos responsables, porque son consecuencia de nuestras bajezas, de nuestra falta de dedicación, o del modo nuestro de mirar que no se atreve con el vértigo de las alturas. Vivimos también amarguras que nos parecen innecesarias, y algunas nos alcanzan hasta preñadas de injusticia. Con todo, seguimos deseando y seguimos esperando: como si fuésemos cofres preciosos de carne que custodian en su interior la convicción invencible de que la vida es para un bien total.

Miramos al año nuevo con una ilusión que lleva dentro algo de infancia, como si lo nuevo, sólo por ser distinto a lo anterior, fuese suficiente para ser bueno. Este año verás que será estupendo, nos dicen animosos, pero no lo sabemos. Será bueno y punto. Pero, ¿acaso se nos debe algo así? Deseamos, pero ¿es que alguien nos ha prometido algo? Queremos lo nuevo porque lo viejo se nos ha quedado pequeño, porque lo conocido se ha mostrado insuficiente. Queremos lo nuevo por ver si así nos podemos deshacer de la incapacidad para darnos la vida buena a nosotros mismos. Pero nos pasa que queremos el año nuevo para intentar la vida otra vez del mismo modo, otra vez con las mismas fuerzas, instalados en el carril de siempre. Tenemos que reconocer que muchas veces anhelamos lo nuevo para seguir afirmándonos a nosotros mismos. Pero de esa vieja semilla, de esa vieja inteligencia, no brotarán novedades; volverá a pasar el tiempo, y será todo igual.

No basta el cambio de año. La novedad sólo puede ser un amor. Algo que viene de fuera pero que se reconoce desde dentro. La novedad tiene que ser una bendición, una gracia. Es lo que celebramos en Navidad; justo eso: el calor gratuito de Dios que se ha acercado hasta nosotros. Pero ese amor no se puede conocer en el ajetreo, ni basta la emoción para vivirlo, y se lo pierden quienes se encomiendan enteros a la distracción. El amor, la presencia del amante, se sorprende en el silencio. Dice el Evangelio que así hacía María: conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. La Virgen vuelve a las cosas, sin escapar, para mirarlas desde más adentro. Así las penetra con más hondura, más inteligente, hasta dar con la verdad de todo. No escapa, no se distancia, ni siquiera de la cruz, o del peso de la vida común. Porque la novedad del amor la libera: vive para venir, mucho más que para irse. Ella es nueva, y la Iglesia nos la hace mirar porque es una mujer enamorada. De san José, su esposo, y también de la verdad de las cosas, del sentido del mundo que va descubriendo de la mano de su Hijo.

Jesús es el amor nuevo. En Navidad aprendemos que es un amor de carne, de carne humana con la que nos visita Dios en lo nuestro, que quiere ser reconocido y vivido así. Eso nos obliga a una cierta sencillez interior, necesaria para abandonar la pretensión de que Dios nos salve en función de lo que dicta nuestra imaginación. Y pide también silencio, el mismo que vivía María en su interior, porque sin la humildad del silencio sólo nos veremos a nosotros mismos, y eso es insuficiente para que se dé la novedad que deseamos. ¡Feliz año nuevo!



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