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Misericordia

Solemos evitar el ejercicio, y no acabamos de afrontar la cuestión. Lo posponemos porque anticipamos que el resultado nos pedirá un cambio, una diferencia en la vida. Pero es un hecho: vivimos más de la gracia que de lo que somos capaces de conseguir con nuestro empeño. Tan es así que cuando en nuestra mirada habita un mínimo de lealtad con las cosas, de nada podemos decir “mío” ocupando nosotros solos la palabra entera. El otro -un amigo, el cónyuge, o un hijo- no es sólo mío, o sólo nuestro. Tampoco podemos decir mía a la belleza, ni al tiempo que se nos ofrece, ni mías a todas las oportunidades que han ido abriendo y enriqueciendo nuestra vida.

No podemos no reconocerlo: la vida de nuestra vida no es sólo hija de nuestros méritos y aciertos. La vida es don, sobre todo, don. En efecto, si tuviésemos que vivir sólo de lo nuestro, de aquello que hemos logrado conquistar con nuestras fuerzas, nos asfixiaría cada instante de la existencia. En cambio, se nos concede gratuitamente la gracia, y nos mantiene vivos por dentro lo que nos llega directamente del corazón generoso de Dios; es el lujo de la misericordia, que nos rescata incansable de nuestra medida de las cosas, de un mundo según nuestro cálculo. Lo dice el salmista en el salmo de la Misa de hoy: Él rescata tu vida de la fosa, y te colma de gracia y de ternura.

Como el hijo pródigo, también nosotros probamos una cierta resistencia a afirmar la misericordia de Dios, su bondad con nosotros. Sospechamos que es el premio de consolación para torpes e incapaces, y que afirmarla nos haría deudores de Dios para siempre. En cambio, reconocer que la gracia es el verdadero aliento de nuestra vida, nos abre la puerta al descubrimiento de nuestra propia identidad y de nuestra verdadera vocación. Porque Dios nos ha creado sólo para bendecirnos… Sin la misericordia nos quedamos a oscuras, en la fosa de la que habla el salmo, para siempre incomprensibles para nosotros mismos.

Por eso, cuando no sacamos la conciencia de lo que somos de la trinchera de la cuenta de méritos y propiedades que imaginamos, cuando no reconocemos que se nos bendice con más de lo que en justicia se nos debe, nos agotamos en la defensa enferma y estéril de lo que poseemos y pensamos nuestro. Esa vida a la defensiva, además, hace imposible una verdadera compañía con los otros, incluso en la intimidad de los amores más queridos. Se arriesga a darse, a jugársela en serio con los demás, sólo quien sabe que no da de lo suyo sino de lo que ha recibido antes y gratis.

Se nos concede la vida para sorprender el don de Dios, para conocerle a Él. No hay nada más humano, ni que nos enriquezca más, que la fe. Él nos tiende la mano así, con ese más que es suyo y para nosotros. El Señor nos invita a reconocerle, acogiendo su misericordia como la luz que permite descubrir y gustar el sentido bueno de lo que somos y de lo que vivimos.



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