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No tan frágil

Nos acercamos a la memoria y a la celebración de los días de la pasión de Jesús. A estas alturas, la conspiración de los judíos ya estaría cuajada. Lo apostaron todo por la aparente fragilidad de Jesús, que no les parecía ser más que un hombre entre los hombres, uno, uno cualquiera. Estaban convencidos de que podrían arrugarlo, romperlo, hasta acabar con Él. Con el abandono de los discípulos, con los insultos y flagelos, y con el agujero de los clavos. Así fue: la carne del nazareno no resistió a la presión del metal y cedió abriéndose, hasta que el hierro de la muerte penetró en su interior alcanzando la madera de la cruz. Lo agotaron, lo rajaron, lo desangraron; lo mataron.

Jesús era frágil, pero su pequeñez no era lo que le definía. No lo explicaba ni por dentro ni por fuera. No coincidía completamente con ella. Porque por dentro, en su conciencia, era libre, siempre libre. Y por fuera, la resurrección vencería a la muerte para siempre. Jesús era frágil, pero pertenecía más a la vida que había en el corazón de Dios Padre que a su aparente debilidad. Por eso dijo que sí a la encarnación, al anonadamiento de la encarnación. También a la pobreza y a la misión universal que se le encomendaba. Porque el interior de su corazón humano estaba tejido por lo que conocía del corazón del Padre. De hecho, en su camino como hombre, de la mano de María y José, se fue descubriendo hijo; como lo expresaba D. Giussani, descubrió que “yo-soy-tú-que-me-haces”.

Nosotros, con mucha frecuencia, incluso insistiendo veces y veces en la misma jornada, estamos convencidos de que nos podemos bastar solos, de que lo que somos, lo permite, definiéndonos a nosotros mismos. Es lo mismo que hace el hijo de la parábola del Evangelio de la Misa de hoy: dame lo mío, dice a su padre, para que no tenga que depender de ti… No tardó en acabar viviendo entre cerdos, con el corazón lleno de escándalo por la nada en que se convertía cuando era él-solo. Así, a solas, emancipados, por nuestra cuenta y riesgo, acabamos siendo sólo la fragilidad que nos obliga a vivir a la defensiva, y que además hace imposible la caridad. Ahí la vida camina sólo hacia la vejez, hacia la victoria definitiva de nuestra decadencia. Impresiona que el mundo haya tardado tanto en venderse a la eutanasia…

Jesús vivió. Criatura nueva, como dice san Pablo en la segunda lectura de la Misa. Para Él, vivir fue caminar hacia la plenitud. Por lo que le dice el padre bueno al hijo pródigo: todo lo mío es tuyo… Jesús era aparentemente frágil, vencible. Pero antes era hijo, y entonces definido por un amor invencible, un para siempre total que le alcanzaba desde el corazón de Dios.



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