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Para siempre

Nos ha pasado a todos. Disfrutar de la sorpresa de la belleza, o del calor de un afecto verdadero y bueno, o vivir un tiempo de paz interior, y ver cómo el corazón reacciona y grita a su modo pidiendo un ‘para siempre’. Le hacemos más o menos caso. Le damos más o menos espacio. Porque a todos se nos ha pegado al cuerpo una cierta capa de escepticismo. Pero el corazón pide: para siempre, querríamos que lo bueno fuese para siempre. Estos días pasados lo he visto suceder en la hija de unos amigos, porque el corazón hace su trabajo desde la primera vez que late. Con un matrimonio amigo y sus hijos fuimos a visitar a unos familiares. Al término de los días juntos, la hija más pequeña, de seis años, al tener que despedirse de sus tíos y de los nuevos amigos con los que allí pasó el tiempo, lloraba desconsolada. Fue precioso ver cómo se le acercó su madre. En un tono cariñosísimo, le decía, lo ves, necesitamos el cielo, nosotros necesitamos el cielo… La vida eterna, el para siempre que pide el corazón cuando gusta aquello para lo que está hecho.

De qué manera nos sucede llama la atención: tenemos delante un día bonito, o un buen amigo que tiene que marchar. Realidades todas sujetas al tiempo. Porque llega la noche y se esconde la luz que nos lo mostraba todo. O se acaban los días de estar juntos porque hay que volver al trabajo. Y con una peculiar rebeldía, el corazón pide algo que -en el fondo- nos es desconocido, porque pide que el paso del tiempo no obligue a un final de aquello que amamos. Es como si el corazón fuese ajeno a todo lo que vemos, y circulase por un carril completamente propio. Porque la experiencia nos dice que todo termina, que todo pasa. Y que nada es para siempre. Y en cambio, el corazón muestra así su fibra, como si estuviese tejido con algo que no es de esta tierra, algo que no pertenece sin más al tiempo que acaba. Cómo es que después de miles de años de vida humana sobre la tierra seguimos deseando un más allá. ¿De qué estamos hechos por dentro que se nos queda pequeña la vida?

A los apóstoles les pasaría lo mismo. Y se les desbordaría el alma tantas veces como a nosotros. Entonces encontraron a Jesús – o más bien, Jesús los encontró a ellos. Empezaron a seguirle, al tiempo que se iban descubriendo cada vez más liberados de esa desconfianza que en ocasiones nos roe a todos un poco por dentro. ¿Hacia dónde mira el corazón? El corazón tiene razones que la razón ignora, decía Pascal. Y Jesús les dijo id. Los llamó y los envió. Fueron. Habían empezado a experimentar que la relación con Él, que nuestra vocación cristiana, es el camino que lleva al para siempre, lo que más asegura que nada se pierda. El salmo de la Misa de hoy lo dice de la forma más bonita posible: El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto. Y también san Pablo en la segunda lectura: en Cristo hemos sido escogidos. Porque en Cristo se nos acerca la eternidad, y nuestro tiempo y el de Dios se tocan y abrazan. Jesús es la garantía de que el bien no caducará nunca. Acerquémonos al Señor, pues Él es la vida para siempre.



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