26 Mar Pensar no basta
Nuestra palabra interior tiene una fuerza tan peculiar que en ocasiones nos pasamos tiempos enteros dominados por ella, completamente ocupados por dentro con lo que estamos pensando. Pero pensar no basta, no es suficiente. Es más, cuántas veces nuestro rumiar se contamina y nos deja el alma mustia y el afecto agarrotado. No, la vida no nos llegará por ahí… Lo que nos cambia es saber que somos conocidos y amados. Y que el bien que poseemos y que deseamos tiene dentro un para siempre. La novedad que nos transforma tiene que ser don, algo venido de fuera, un amor que traiga vida. Por eso la conversión a la que el Señor nos llama en este tiempo no será el resultado de un pensamiento abultado y sesudo, sino lo que sucede en nosotros cuando al reconocerle, al contemplarle, y al escuchar su voz, nos hace nuevos.
Las lecturas de la Misa de este domingo contienen numerosas expresiones con las que el Señor anuncia que la posibilidad de la amistad con Él, es Él mismo. Porque la iniciativa es suya, como también Él es el garante. Dios es primero, el antes que hace posible todo, el amor que da comienzo. No somos llamados a conquistar a Dios, sino a recibirlo, a acogerlo. Dice la profecía de Ezequiel: “Yo mismo abriré vuestro sepulcros, y os sacaré de ellos, pueblo mío, y os llevaré a la tierra de Israel. (…) Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis”. El salmista anuncia lo mismo, cuando dice que “del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y Él redimirá a Israel de todos su delitos”. San Pablo asegura que el Espíritu “también dará vida a vuestros cuerpos mortales”. Y eso precisamente es lo que recoge el Evangelio: que Jesús rescató a Lázaro cadáver gritando “con voz potente: Lázaro, sal afuera”.
No se nos da la vida para ver si somos capaces de llegar a ser como Dios, para igualarle. Dios no nos llama a eso, sino a acoger su gesto, a amar el modo con el que nos alcanza, la concreción con la que quiere que hagamos el camino. Es lo que revela el gesto totalmente gratuito con el que Jesús se aproxima hasta la tumba de su amigo difunto. Lázaro no podía ni pedir el milagro, no podía negociar con Dios, pero sí podía acoger la gracia que el Señor con su presencia le ofrecía. Jesús es el don con el que Dios llega hasta nuestros sepulcros, hasta la misma puerta de nuestras muertes, y sólo pide nuestra disponibilidad. Darle vueltas a las cosas no nos salvará; lo más probable es que nos acabe enredando en acusaciones y denuncias, a nosotros y a los demás. Lo que salva es no dejar pasar la presencia de Jesús, no dejar que la mano que nos tiende quede sin la nuestra. En la comunidad, que siempre tiene algo que proponer. En la escucha confiada de la Escritura. Y en los sacramentos, especialmente en la confesión y en la Eucaristía.