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Plantadores de moreras

Un poco de fe sería bastante para que las moreras nos obedecieran. Se lo dijo Jesús a los apóstoles: las plantaríamos en el mar con sólo quererlo. Lo mismo es decir que si tuviésemos fe todo sería nuestro. Todo, sin tener que vivir a la defensiva, sin tener que escapar de la vida para que no moleste; todo: con un poco de fe la vida podría darse al fin aquí y ahora, sin la espera ilusa y malgastada de quien se confía a un boleto de lotería. Fe, que no dice Jesús si fuésemos mejores o más parecidos al yo que fabricamos al soñar. Un poco de fe, sin más; es decir, un mínimo de vida real -concreta, doméstica, ordinaria- en función de nuestro Dios, del reconocimiento y de la afirmación de la mano con la que Él nos toca y nos acompaña desde que nos hizo.

La fe no es una palabra que nosotros nos decimos a nosotros mismos. Nace con una palabra que Él dice antes, Él primero. La fe nace del reconocimiento de la huella de su presencia en nuestras vidas. Él es antes y, entonces, después, empieza la fe. Es casi obvio, pero no siempre nos informa: Jesús no les pidió a los apóstoles que se diseñaran una vida religiosa para cuando llegase el momento de empezar a vivir; lo que les pidió es que le siguiesen. Llegó Jesús, como una tromba de inesperada novedad, puso la vida patas arriba, y les llamó. No hace falta inventar a Dios, ni hay que improvisar de repente una historia con Él. Lo dice el salmo de la Misa de hoy: Él es nuestro Dios y nosotros somos su pueblo.

Será fe lo nuestro cuando recorramos entero el camino que nos lleva de la idea de un dios que nos da siempre la razón, hasta el Cristo de carne y de historia que con su presencia, al llamarnos, nos desafía. Jesús no nos denuncia, ni nos acusa – eso lo hace el enemigo cuando le damos cancha. Pero el Jesús de verdad alienta juntos a nosotros; en los amigos, en un catequista que nos hace una propuesta, en los sacramentos, en la vida de la Iglesia. La fe es lo que vivimos cuando volcamos la libertad allí donde Él nos alcanza, donde nos sale al paso para empezar a vivir con nosotros. Cuando a Dios lo inventamos, o cuando lo dibujamos a nuestro antojo y de acuerdo con nuestra comodidad o instinto, seguimos solos. Y solos, la vida sólo puede ser cálculo. Pero ahí no cabemos enteros. Un poco de fe, y todo sería nuestro.



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