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Plastilina

En el fondo pensamos que la fe es de plastilina. Hace tiempo que nos dimos permiso para ir dándole forma según nuestros intereses. Porque la imaginamos íntima, como algo sólo nuestro. Efectivamente, nuestra fe trata de lo que decimos que las cosas son, de cómo nos las explicamos a nosotros mismos, de lo que afirmamos sobre Dios, sobre el mundo, sobre la vida, y sobre lo que somos. Es muy nuestra, única. Y así pensamos. Lo cierto es que le está sucediendo al cristianismo, a nuestro cristianismo, le está sucediendo a nuestra fe lo mismo que a tantas otras cosas de la vida. Que vive ya sólo en el castillo secreto e impenetrable de nuestro propio interior, subjetiva, tan subjetiva, con las formas que vamos improvisando. La amoldamos. En función de lo que vivimos. O sentimos. O deseamos. Nos pasa, o nos puede pasar. Pero la fe a medida nos deja a oscuras. Porque a medida que se difumina la objetividad de Dios en nuestras almas, a medida que van desapareciendo de nuestros corazones los mandamientos de Dios, se van instalando los del mundo.

Jesús dice que es el camino, la verdad, la vida. Que es el camino que lleva a la verdad y a la vida. Que Él es por donde se llega seguros hasta la verdad y la vida, que son palabras caras, bien grandes. Son como un paisaje magnífico que no se acaba nunca. Cristo es la vida que no se acaba nunca. La vida que no se oculta nunca y que nos sale al paso siempre. En todo. Él es la verdad que no engaña nunca. Una belleza que no se apaga. Que pide un sacrificio pero no un precio. Jesús nos llama, en un mundo que nos canta con su melodía tramposa para decirnos que el centro somos sólo nosotros. Que no hay paisaje. Que el destino de todo es el placer – ¿pero no es evidente? El mundo promete atajos y ahorros en el trabajo del vivir. Todo más fácil. Sin sacrificio, pagando un precio. Empequeñeciéndonos, rebajándonos, aplastándonos, porque no puede ser de otra manera. Porque no nacimos de nosotros mismos, sino de Dios. Él nos hace siempre, ahora y siempre, ahora y para siempre. Según Él. En función de su infinito, a su imagen y semejanza.

Ya no hay confesiones en las iglesias. Ya no hay unciones en los enfermos. Ya no hay donativos. Y no queda ni un poco de la antigua obediencia. Es fácil: porque la Iglesia lo hace mal. Porque la Iglesia lleva dos mil años haciéndolo mal. Porque Jesús lo hizo mal. Porque todo tendría que ser de otra manera. O porque hemos dejado de reconocer que Él va antes. Porque hemos empezado a llamar a la verdad mentira. Porque hemos llegado a pensar que la muerte es vida. Porque nos hemos apropiado de Dios y nos hemos quedado solos. Porque vivimos solos. Porque el Dios creador de mundos, el Dios que mandó a su Hijo a la cruz por nosotros, el Dios que nos quería llamar a la vida eterna, ya sólo vive en el templo reservado de nuestra intimidad. En un templo de plastilina emocional. Sin objetividad. Sin realismo. Sin voz. Sin una presencia donde apoyarnos. Donde descubrirnos. Sin que podamos aprender. Sin sorpresa. No hay paisaje. Ya no hay infinito.

San Pedro repite insistente y habla de una piedra. Algo evidente. Grandote. Sólido. Que permanece… Que no se puede esconder en una emoción. Real. Dios sigue siendo real en la Iglesia. Ella aún anuncia. Con la voz entrecortada aún dice que Dios es real. La Iglesia es la esposa que sigue enamorada. Que sigue arrebatada, mirando, conquistada por la belleza de su esposo. La Iglesia aún nos regala a Cristo. Al que salva sangrando. Camino y vida. Porque lo tiene dentro. Porque Él quiere estar dentro. Se lo dijo Jesús al apóstol: tanto tiempo con vosotros, ¿y aún no me conoces?



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