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A los israelitas les sorprendió para siempre la potencia inesperada con la que el Señor les libró del poder del faraón en Egipto. Una maravilla parecida se asomó al corazón de los apóstoles cada vez que se descubrían pensando en aquél hombre, en su amigo, como el verdadero Hijo de Dios venido desde el Cielo. Se ve en las lecturas de este domingo: el nuestro no es un Dios adormecido al que hay que espabilar agitándole la cama; tiene su propia agenda, su designio: es Dios y Padre, y ejerce. Es un Dios que se mueve y que tiene iniciativa. De hecho, viendo que nos regala la vida cada día, que nos regala el universo entero, y que no le ahorró el precio de la cruz a su Hijo para rescatarnos, bien podemos afirmar que la suya es una iniciativa amorosa: Dios se mueve para afirmarnos, para posibilitar lo que somos, para que nuestro ser alcance su plenitud.

Es verdad que la iniciativa de Dios en nuestras vidas no siempre atiende a nuestros a priori, es decir, a nuestros esquemas o a nuestras imágenes. Y que el Señor no impide el drama de esa diferencia. Pero su iniciativa, su designio, tal y como nos alcanza y se manifiesta en nuestra vida, es el modo concreto a través del cual nos quiere salvar. Por eso, nosotros, con todo nuestro ser y con toda nuestra vida, debemos inclinarnos, inclinarnos cada vez con más decisión hacia la disponibilidad, hacia la acogida de su iniciativa como auténtico estilo de vida. Acoger, recibir, y entonces responder y obedecer al modo concretísimo a través del cual el Padre nos llama a ser suyos en unión total con Él.

Pensemos en Jesús, que tenía a su disposición todo el poder del mundo. Y con todo, como hombre, esperó… En efecto, vivió esperando a que el Padre le llenara las manos, y los ojos, y el corazón. Hizo que su vida la fuese tejiendo el Padre con los hilos de su voluntad divina. Y Jesús vivió mirando, atento, recibiendo lo que el Padre le iba ofreciendo. Cuántas veces, como rompiendo a cantar, se le llenaba el corazón de maravilla por la sorpresa de la misteriosa bondad de nuestro Dios. ¡Qué distinto es para nosotros, que vivimos con prisas y nervios, llenos hasta las cejas de temores! Nos movemos sin parar, como si nuestros movimientos estuviesen rellenos de una incómoda electricidad estática que no nos abandona nunca. Atiborrados de actividades, haciendo lo impensable para asegurarnos algunos pocos afectos medio comprados, tan embutidos por dentro y por fuera, y echando a escobazos de nuestro corazón el vértigo que asoma cada vez que parece que sólo podemos esperar, esperar y esperar a que alguien nos mire y nos ame; qué vidas más distintas…

Con todo el acierto posible dice González Sainz en su último libro que nosotros somos más conseguidores que acogedores. Como si esta fuese la sutil enfermedad del alma humana en esta hora de nuestra historia, que nos hace vivir todo en función de un bien por lograr o conquistar. Cuánto sanemos que a pesar de todas esas conquistas o éxitos, pocas veces logramos superar el umbral de la soledad… Porque lo que agarramos, hasta con algo de violencia, no va mucho más allá de una poca satisfacción, legítima, aunque tantas veces superficial y pasajera. A quien acoge, en cambio, a quien espera y recibe, se le anuncia que hay alguien que da, alguien, y se le habla de otro y de don, y de la posibilidad de un amor sin el que la vida no vale la pena. Tiempo de verano: contemplemos a Jesús. Descubramos con Él que nuestra vocación es confiar en el Padre – y que el Padre provee.



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