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Revolcón

El revolcón cultural es total. Le hemos dado la vuelta a todo lo humano. Y ha sucedido lo impensable: nos hemos pasado la semana aplaudiéndole a la muerte… Es la anti-historia. Porque todos nuestros antepasados dedicaron cada siglo del tiempo a lo contrario. Buscaron sin tregua el sentido y la gracia de la vida. Ahora, nosotros los españoles, vitoreamos a la muerte. Es una fiesta macabra, una fiesta al revés. Porque en vez de seguir deseando, esperando, en un desengaño total, y despreciando todo lo que la realidad nos regala, le estamos haciendo el corte de mangas definitivo a todo lo que somos. Hemos conseguido ponernos de acuerdo para apostar por la nada. Porque a eso aplauden desde sus escaños, señorías. No le aplauden al enfermo o al anciano que se marcha, no nos digamos mentiras. Nos aplaudimos a nosotros mismos que al fin nos quitamos de encima ese yugo. Las vías venosas y los pañales. Los gastos. Y el peso insoportable de sus preguntas – se acabó, ciao!

Vivimos un domingo post mortem. La Iglesia nos propone para hoy un fragmento del Evangelio de Juan que narra una cosa curiosa: de todos los personajes que habitan las páginas de los evangelios, los griegos de la escena de hoy, son los únicos que no logran acercarse hasta el maestro. Lo pidieron formalmente, pero no lo consiguieron. A todos los demás les bastaron un par de gritos, o unos empujones, o sacar a Jesús de la cama en medio de la noche. En cambio, cuando le comunican la petición de los griegos, Jesús les dice que ha llegado la hora. Que suban al calvario, responde, que miren a la cruz, porque allí me podrán ver y conocer.

Jesús en el calvario, con los brazos abiertos, con la madera de la cruz agarrada a la tierra, para que lo suyo pudiera hundir sus raíces en lo nuestro. Subió por nosotros: ecce homo. Muy diferente a los hombres de moda, que al vivir pasan sin dejar estela ni historia. Hombres de hoy que construyen poco, que sólo dicen yo y mío, porque no se les ha perdido nada fuera de sí mismos. Lógicamente, no saben nada de posibles herederos. Consumen divertimento, narcisos, jugando con el tiempo, sin nada que hacer. Como dice un autor actual, vivimos una especie de bucle del yo. Lógicamente acaban más solos que la una. Y ahí sólo les queda la última travesura, la de pegarse un tiro para escapar por la puerta trasera de esta vida enana y de diseño – no hay quien la aguante. Me parece que nada puede ser más impresionante que lo que vimos aquí el jueves: a nuestros políticos en pie para que se les viera mientras aplaudían al suicidio…

Se equivocan con la eutanasia. El problema no es estar vivo, sino la humildad de reconocer que aquello para lo que vivimos no nos interesa. Nada interesa ya suficiente. A Jesús, en cambio, todo le llenaba los ojos. La hija enferma de un desconocido. Unos lirios o unos pájaros. Un hombre bajito subido a un árbol. Los niños. Y, mucho, sus amigos. A Jesús le empezaba por dentro, como a nosotros, pero desde ahí, la vida le salía entera hacia afuera, hacia los demás, a los que se fue entregando siempre con más decisión, hasta llegar al calvario. Con su gesto generoso, nos lo anunciaba a todos: la vida en conserva se pudre. Lo anticipó al responder al apóstol que le decía de los griegos: el que se ama a sí mismo, se pierde. Y el que se aborrece a sí mismo, se guarda para la vida eterna. La perla que hace la vida buena, espera escondida en el corazón del prójimo.



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