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Santísima Trinidad

A todos parece que algo ha cambiado. Ni el virus puede ahogar la novedad. Como si en la escalera de la diferencia entre Dios y nosotros, en estas últimas décadas, hubiésemos escalado más peldaños que nunca, más cerca de su divinidad de lo que estuvieron jamás nuestros antepasados. Ahora somos más, podemos más, como si nuestra condición humana hubiese logrado quitarse de encima parte de su pobreza. Ya no dependemos tanto, o al menos, lo hacemos de otra manera. Llamamos a Dios de tú. Tanto que le estamos negociando los términos de nuestra relación con Él, los mismos términos de nuestra salvación. Ya no le toca a Él decidir todo. Puesto que necesitamos menos de Él, revisamos qué significa la fe, la moral; y en definitiva, todo.

Además, el más impresionante de los espejismos: por cómo imaginamos ahora a Jesús, por cómo lo hacemos en esta generación, emblema único de los valores de moda, es incomprensible que lo mataran. Jesús tendría que haber sido más pillo, porque estamos convencidos de que en esta época nuestra no le habrían crucificado, y podría pasear feliz por nuestras calles. ¿Le mataron? – será que no fue así… Quizá lo inventó la Iglesia para tener algo de que acusar al mundo. Lo hemos bajado de la peana, porque ya no nos da miedo. De hecho, ya no dice la verdad. No es más que uno más. Una suerte de comodín que podemos colocar como queramos, siempre incondicional nuestro, digamos lo que digamos. Porque Jesús es bueno. Normal: si Dios anda ya tan cerca, y tan al alcance de nuestra mano, cuánto más un ingenuo carpintero al que todo le parecía bien…

Celebramos la fiesta impresionante de la Santísima Trinidad. Porque la Iglesia no se cansa. La liturgia educa, maestra, y nos convoca a esta lección magistral: Dios es Uno y Trino. Padre, Hijo, y el Amor entre el Uno y el Otro. Hoy nos toca mirar a Dios. Mirarle a Él, su retrato. Lo que es, no porque al pronunciarlo lo generemos, sino porque Él estaba antes. San Pablo dice en la segunda lectura de la Misa de hoy que hemos recibido un Espíritu que nos hace hijos adoptivos. Y que el testimonio del Espíritu es justo este: que somos hijos. Así, herederos de Dios y coherederos con Cristo. Hijos, porque Él estaba antes – porque Él es antes.

Ese antes no nos lo quitaremos nunca de encima. Porque no podemos anticiparnos a nuestro Origen. Pero es que por mucho que nos empeñemos, o que pensemos que no quepa en la historia más que nuestra delegada opinión, no nos interesa cambiar a Dios. Nos interesa descubrirle, acogiendo la historia de la vida de cada uno con la que Él se nos quiere dar a conocer. Qué necios cuando le chuleamos, con todos esos yo creo que las cosas deberían ser de otro modo… Desde siempre y para siempre amor. Siempre fidelidad. Un Padre que no se agosta. Dispuesto a la enésima virguería con tal de conquistar nuestra libertad. María nos ayude a entrar en el silencio interior, y desde ahí le miremos. Lo nuestro pasa, pero Él permanece.



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