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Una sola carne

Los fariseos le preguntaron a Jesús por la ley del matrimonio. Sorprendentemente, Jesús les respondió citando el Génesis. Aunque para Él y sus contemporáneos era ya un documento antiquísimo, en el corazón de Jesús resonaba el texto de la Escritura como anuncio de la verdad. Los esposos, dice, no son dos, sino una sola carne. No son sin más un compuesto, una adición, sino que juntos forman una unidad. Es así porque los une Dios, que es el mismo que hace a los esposos desde el principio. De este modo, se une la voz y la voluntad y el corazón de los que se quieren, a toda la fuerza de la voluntad y del amor de Dios. Que recoge la intención y el consentimiento de los esposos y se los apropia, haciéndolos totalmente suyos. Dios, así, une a los esposos, que pasan a ser una sola carne, una sola cosa. Dios lo hace en función de lo que ve en Sí mismo, en su intimidad, toda ella tejida con la comunión indisoluble entre el Padre y el Hijo en el Espíritu de su Amor. El matrimonio hace de los esposos una sola cosa, según el ser de Dios, que es Trino por dentro y Uno por fuera – dicho así con todas las reservas posibles. Dos personas, el esposo y la esposa, pero que en el corazón de Dios quedan transformadas y dan vida y carne a una realidad que es sólo una: un matrimonio.

El matrimonio cristiano es indisoluble; Jesús lo dice sin tembleques – lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Miremos pues a Dios, porque esta indisolubilidad no es un empeño ciego del maestro o de su Iglesia. El matrimonio es indisoluble porque Dios mismo lo es. Indisoluble porque Dios atesora en su corazón un para siempre: para siempre -eterno- el Padre con el Hijo en el Espíritu. Fue mirando en su interior cómo Dios definió el matrimonio de los cristianos. Porque desea para nosotros lo mismo que Él vive. Además, a pesar de todas las limitaciones de los esposos, en el plan de Dios, el matrimonio es un signo necesario y queridísimo por Él, llamado a anunciar y a mostrar a Dios en nuestras calles, en nuestras mesas de los domingos, o en los despachos donde trabajáis. Porque ese para siempre divino y matrimonial desafía todo lo humano – y señala un horizonte más alto que nosotros, y entonces la posibilidad de una vida con esperanza.

Ahora, el que no tenga pecado que tire la primera piedra… Cierto, hay esposos, ellos o ellas, que andan a medias con la confusión, o que han sido infieles, o que viven con tal arruga interior que hacen la vida muy difícil al resto – cierto. Pero que haya esposos que no sean tales, no hace que el plan de Dios sea malo. Los esposos malos, no hacen que el matrimonio como Dios lo descubrió en su intimidad y nos lo ofrece, no sea bueno. No se trata de que cambie la vocación matrimonial, sino de que los esposos recuperen el don que Dios les ofrece. Porque la solución no es rediseñarlo todo -como apañándole a Dios las cosas- sino acoger lo que Dios nos propone.

Confundidos por un cierto espejismo ideológico y tecnológico, pensamos poder definir el matrimonio, y lo que somos, y el amor, y la sexualidad, todas las veces que queramos. Pero si lo hacemos, será siempre dándole esquinazo a la realidad que Dios nos ofrece. Lo haremos en función de una imagen de moda, pero traicionando lo que somos y lo que se nos ha dado. Porque hemos sido dados – dados de un modo concreto, con una vocación concreta, con una modalidad de camino concreta. Y es un bien lo que somos. Porque nos hace Otro y nos regala, en primer lugar, a nosotros mismos. Pidamos descubrir que el problema no es el designio divino – el problema no es que Jesús diga para siempre al hablar del matrimonio… El problema es que no lo hemos descubierto y desconfiamos. No erremos: cuando la vida la definimos nosotros, y sólo nosotros, sólo nos llevará a donde sepamos llegar nosotros, y eso -digámoslo- será insuficiente. Si acogemos lo que somos, si apostamos por lo que Dios nos ofrece, si le seguimos confiados, subidos a sus hombros, entonces llegaremos a donde ni imaginábamos. Y eso es lo que el corazón desea y nos pide a cada rato. O vivimos en función de una imagen, o deseándolo todo.



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