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Vínculos

Dios busca al hombre desde el instante en el que le concede el primer aliento de vida. Porque nos crea para ofrecernos la comunión con Él. En Navidad celebramos el gesto definitivo y permanente con el que se acerca a nosotros. Ahora nos preparamos para recibir al hombre que trae hasta nosotros toda la divinidad de Dios. En efecto, se trata de recibir al mismo Dios que nos busca y nos ofrece su comunicarse en aquello que nos es más familiar e inmediato: un hombre como nosotros, un amigo. Lo dice Jesús: os he llamado amigos. Dios nos busca ahí dentro, en la temperatura de la convivencia y de la vida juntos, donde el ser de cada uno queda al alcance del otro, como Jesús conoce a Pedro, y Pedro conoce a Jesús: el hombre y su Dios juntos de esa manera imprevista pero fácil.

El Evangelio está lleno de referencias a los vínculos entre las personas. Anuncia Mateo en el de la Misa de hoy que María era madre y esposa. De José dice que era hijo de David y esposo de María y, desde ahora, padre de Jesús, que es el Dios-con-nosotros. Es decir, la noticia sobre Dios y sobre la gracia de la salvación se nos ofrecen en los mismos lugares donde se nos transmite la vida a los hombres. Dios nos alcanza en ese espacio apretado de la amistad porque Cristo no es una técnica o una terapia anónima. El Evangelio lo muestra en cada página: un amigo que se asoma al corazón de otro amigo para dejar allí la noticia de la salvación, algo que no se puede hacer a distancia.

El problema es que nuestro estilo de vida lleva hoy dentro una mentira cochina. Nos hemos acabado creyendo que la dependencia del otro, el vínculo, es un peso que bloquea y paraliza. De hecho, estrenamos una condición cultural desconocida hasta ahora, que es la veneración por la autonomía, como si el camino hacia la vida buena estuviese condicionado a la capacidad de cada uno de apañárselas por su cuenta. La autonomía acaba siendo soledad que transforma las relaciones en pactos con los que gestionamos la necesidad del contacto en función de un beneficio previsto. Cada vez vivimos más desvinculados, sin pertenencias duraderas, y sin apellidos afectivos. Cuando vivimos sin el otro, vivimos sin referencias auténticas, y sin que se nos indique el camino hacia el horizonte. Sin el otro no podremos conocer a Jesús, que es una presencia humana que nos alcanza a través de sus testigos.

La Navidad deja de nuevo al descubierto el método de Dios: nuestra fe cristiana respira siempre dentro de la relación con el otro, con el cónyuge, el amigo, el grupo, o la pequeña comunidad a la que pertenecemos, o incluso el desconocido inesperado que encontramos. Estamos llamados vivir pegados a los sacramentos y, por eso mismo, a los otros. Invitados a abrazar la imborrable diferencia que hay entre nosotros. Juntos, no para tener cuatro brazos en vez de dos, sino para sorprender la presencia de Dios en nuestra historia. Es lo que veremos en cada pesebre estos días: María y José, y entre ellos el niño Jesús.

(Perdones por el tiempo en silencio… ¡No paramos, y no da la vida!)



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