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Ansiedad

La posibilidad de perder lo que amamos nos hace sufrir. No pocas veces, por adelantado. Aunque lo cierto es que sufrir así es poco razonable. Porque empezamos a dolernos antes de habernos detenido a reconocer que aquello que amamos es un don – algo que en su origen no era nuestro. Como la joven enamorada que antes de llenarse por dentro de maravilla por la belleza de las flores que le han regalado, antes, empieza a perder la paz imaginando los pétalos que se arrugan, a medida que las flores dejan escapar su vitalidad interior por el corte del tallo. Es el mundo al revés. Porque el regalo, que era la forma de un tequiero, le acaba complicando la vida. Nos pasa a nosotros con el tiempo, con el amor bueno de las personas queridas, con el trabajo o la salud – con los hijos pequeños, que al mirarlos, tantos padres los ven sólo suyos, propietarios y únicos responsables. El mundo al revés: lo bueno que nos habita, antes de haber aprendido la noticia que trae, antes, traducido en motivo de preocupación.

Vivimos la relación con las cosas como si al final, en el último milímetro, dependiesen exclusivamente de nosotros – de nuestra capacidad de mantenerlas cerca y en pie. Así, pretendemos un control sobre lo nuestro que nos acaba tensando, que nos hace vivir rígidos, agotados, y que en ocasiones nos colma de una terrible ansiedad. El problema es la manera en la que miramos a la realidad, precipitada y superficial, porque al remontar la corriente del ser de las cosas que amamos, no alcanzamos a descubrir su primera fuente. Tanto es así que con frecuencia, en vez de celebrarlas, vivimos una especie de sobrepeso emocional que nos hace estar siempre a la defensiva. Y con una sensación de no estar haciendo nada bien que nos entristece. Dios sólo quería regalarnos un tequiero…

Había una abuela que tenía un armario en la cocina que escondía caramelos y chocolates y las mejores galletas. Tenía un montón de nietos. Y cuando al visitarla los domingos se despedían, ella los llevaba siempre hasta el armario – lo esperaban ilusionados. El gesto se repetía exacto: los pequeños observaban con atención desde su estatura, y cuando caía en sus manos el primer sugus, entendían enseguida que esa era muy buena noticia: si desde el fondo oscuro del armario llegaba un primer caramelo, señal de que podría haber muchos más… El regalo justificaba la espera, una espera que era alegre, porque la abuela era generosa y siempre encontraba su mano el camino de vuelta al bote de caramelos. Me entendéis: los sugus, con sus colores, dilataban la mirada de los niños, más ancha, más atrevida, más contenta, y ahora afectada por esa nueva posibilidad – ¿será que en todas las cocinas hay un armario secreto?

Dios nos bendice de mil modos cada día, aunque lamentablemente sus dones no logran cambiar nuestra manera de pensar. Se nos da lo que más amamos. Pero nos pensamos solos, aplastando poco a poco lo que somos, ciegos a esa fuente espléndida desde nos llegan los amores. Las lecturas de la Misa de hoy nos lo recuerdan sin ambages. Dice el salmo: “Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente”. Y la segunda lectura: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos” – y no encargados. Y también el Evangelio: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas”. La ambición de control y de seguridad, asfixia la vida. La certeza de nuestra filiación divina, la hace gustosa.



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