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Esperar

Jesús anuncia en el sermón de la montaña que nuestra vida de hoy está emparejada con un futuro aún desconocido pero bueno; es como su cara oculta, al otro lado del presente. Por lo que dice Jesús, podemos imaginar el tiempo como si fuese un tejado a dos aguas: de este lado el ahora, el instante, ciertamente con el peso y la exigencia de las circunstancias que atravesamos. Pero del otro, un futuro bueno. Tan bueno, dice el maestro, que incluso en las lágrimas de hoy, en el hambre o en la injusticia que podemos sufrir ahora, cabe la posibilidad de una alegría: dichosos vosotros, afirma… Dichosos hoy porque mañana vuestra recompensa será grande en el cielo. Nos invita Jesús a esperar, a vivir iluminados por una esperanza, pero, ¿es razonable esperar? ¿Puede la esperanza sostenernos mientras tenemos que atravesar la densidad del momento presente? ¿Dónde puede apoyarse esa mirada que Jesús propone?

Nuestra vida acontece siempre en el escenario de la realidad. De hecho, nunca hemos existido, ni se puede dar lo que somos, sino es dentro y en el interior mismo de la realidad. Así es, nos envuelven el tiempo y el espacio, y todas las cosas que el Señor coloca ante lo que somos cada vez que abrimos los ojos. Podemos dar por descontado o reducir lo que tenemos delante todo lo que nuestra imaginación permita. Pero es un hecho que -al final- la realidad nos interesa. Cuántas veces la belleza se impone y parece que silencia nuestro interior. Cuántas veces nos movemos por evitar que las cosas se alejen de nosotros. Cuánto es cierto que las cosas nos hacen llegar con su ser un eco potente de la promesa de Jesús, que nos hace callar y mirar y esperar.

Es innegable que las cosas no nos las damos nosotros, y es innegable también que despiertan nuestro interés. Más aún, sin que podamos dominar el proceso, ni explicarlo del todo, a todos nos pasa que cuando la realidad nos hace abrir los ojos con su belleza, con su bondad o con su misterio, despierta nuestro hombre interior y alienta nuestro deseo. Lo aviva, como si fuese una brasa cansada repentinamente animada por un empujón de aire. Y eso nos sucede a pesar de que todos, y desde siempre, hemos acusado un cierto desencaje, una especie de viejo desajuste que se da entre lo que deseamos y esperamos, y lo que al final experimentamos. ¿Cómo es que a pesar de años y años de espera no ha caducado en nosotros el deseo? ¿Cómo es que nos resistimos a conformarnos con lo que hay? Será, será que del otro lado del tiempo alguien insiste en mantener viva y atenta nuestra alma, nuestra esperanza, informándola una y otra vez de la promesa que está por llegar.

Si estamos dispuestos a ser sinceros, y con ganas de pensar que el mundo no sólo coincide con nuestra mirada sobre las cosas, reconoceremos además que todos conocemos a personas más libres que nosotros, a gentes varias que viven con certezas más hondas y sólidas: mujeres y hombres que se atreven a vivir una existencia desarmada y a las afueras de los burladeros donde nosotros tantas veces nos escondemos. Jesús se puso delante de los apóstoles así, y llenó y desafió sus ojos, sus oídos, y sus inteligencias. Y no fueron muchos, pero unos pocos se dejaron tocar y quedaron transformados por Él.

La esperanza que permite vivir no es cosa de sabios o poderosos, sino lo propio de los sencillos que se dejan informar. El Señor no nos pide malabarismos, sino que acojamos la luz con la que Él nos explica el mundo: la realidad es signo, signo de aquello que nos espera; don, don que ha empezado a darse y que desea entregarse del todo. Y que nos regala el tiempo para que nos vayamos abriendo, siempre más disponibles a la vida nueva que está por llegar.



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