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Espíritu Santo

Dentro de María, en lo escondido de su vientre, el Espíritu Santo logró lo impensable. Unió la carne del hombre con toda la divinidad de Dios. María ofreció la entraña y el Espíritu su amor. Dios unió sin que la carne y la divinidad se mezclaran o se confundieran. Porque está bien que el hombre siga siendo hombre. Y porque necesitamos que Dios no pierda ni un poco de lo suyo. Cristo, sentado ahora a la derecha del Padre, envía el Espíritu para que realice de nuevo su prodigio – unir al Creador y a la criatura, tejer la estofa del Cielo con la fibra del hombre y la misericordia de Dios.

Hizo Dios la creación. Nos regaló después al Hijo. Y celebramos hoy que nos envía también al Espíritu Santo. Don, don, don. Como si Dios desde el Cielo sólo siempre mirase hacia abajo, buscando nuestros rostros vueltos hacia arriba. Pero, ¿acaso nos falta algo que Dios tiene que estar siempre volcándose sobre nosotros? ¿Nos falta algo? ¿Cabe siquiera esta pregunta en nuestras frenéticas vidas?

Es como una especie de secreto que susurramos sólo a veces, casi siempre envueltos en la oscuridad. Lo regalamos de noche, después de la carrera diurna, cuando el fin de la jornada nos vuelve a anunciar que no poseemos, eso que nos falta. Sí, nos falta algo: nuestra carne vive vacía. Casi nunca se lo decimos al que tenemos cerca, a ese que sabemos que nos quiere bien. El autorretrato solemos regalarlo al recién llegado, como en una especie de ritual – como mucho, se lo testimoniamos al que tenemos lejos. Recién llegados, amigos puntuales, o al que ya marchó, porque así no tenemos que vérnoslas con el que sabe, con quien ha descubierto que estamos faltos por dentro.

No queremos que se sepa. Y entonces nos copiamos unos a otros, para que no se fijen en nosotros, todos idénticos, al son de la moda – de las modas de trapos, o de las modas de ideas. Sin preguntas, huyendo de las esperas, atiborrados de cosas, de las mismas cosas que todos los demás. ¿Don? Sólo sospechamos…

El Espíritu Santo es don. Amor que conoce y decide amar. Que toca nuestra carne asolada y decide amar. Amor que llega y no se quiere ir. Que quiere dar y tomar. Tomar nuestro vacío, nuestra nostalgia, para dársela como justificación del don. Él es lo que nos falta, y Jesús nos lo envía. Lo recibieron los apóstoles, cada uno, de manera personalísima, pero cuando estaban juntos, reunidos en torno a María. El Espíritu se da en el Cenáculo, a la Iglesia que celebra la Eucaristía. Acudamos al altar, para que nos sople su vida y su amor.



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