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Hacia arriba

La Biblia lo dice al principio, de lo primero: Dios creó al hombre. Después de dedicar unos días a prepararle con esmero un mundo, un hogar donde vivir, en el sexto día Dios creó al hombre, al varón y a la mujer. Dice el libro del Génesis que entonces Dios quedó como aquietado, en una especie de tranquilo reposo, dedicado sólo a mirar y a deleitarse con la belleza de su criatura, porque “era muy bueno”. Es verdad que habitan el mundo otras criaturas, muchas bellísimas y magníficas. Tantos animales. Pero miran sólo hacia abajo, siempre gachos, buscando alimento y supervivencia. El hombre es único porque usa el cuello para mirar hacia arriba, buscando al que le da todas las cosas. Entonces su mirada se encuentra con la de Dios, que desde siempre hace caer suaves su ojos sobre nosotros.

Empezó la historia con los días primeros de los que habla el Génesis. Y cuando el tiempo alcanzó la plenitud, por un amor único, el Padre le regaló al Hijo una humanidad como la nuestra – y el Hijo de Dios se hizo hombre en las entrañas de María. Como si el Padre deseara que también el Hijo pudiese mirar hacia arriba con el mismo gesto del hombre… Y Dios se hizo carne – pero hombre entero, no pareciéndolo, sino siéndolo en verdad, para siempre, sólo diferente porque no había pecado.

Pero se hizo hombre-niño. El niño es hombre del todo, pero hombre que aún no se ha emancipado, que no ha aprendido a hablar, a construir, hombre que todavía no se ha embriagado con el espejismo de que se vale solo; un hombre que aún no sabe de narcisismo. El niño es hombre, sin faltarle nada, pero sólo tiene piel, corazón y pobreza. Y los ojos del Padre, que al mirar se gusta, porque vio Dios que era muy bueno. El niño sólo tiene vocación. Es su único tesoro – la mirada de Dios.

Dios nos llama. Pero sólo puede acercarse a Belén quien esté dispuesto a agacharse, a caer de rodillas, porque Dios ahora habita en las bajuras. Agachados, y así despojados de nuestra suficiencia, obligados a abandonar nuestros pobres adornos, porque al Niño no le podemos pedir que reconozca o aplauda nuestros méritos. La Navidad nos pide y propone una vida de niños. Porque es revelación del amor del Padre.

La Iglesia, con una impresionante fidelidad, en este año inesperado, nos propone lo de siempre: la paternidad de Dios. Nuestra vocación, la de cada uno, que es la garantía de que todo es para un bien, porque Dios-es-fiel. Que por intercesión de María y José resuenen potentes en nuestro interior, para iluminarlo, las palabras del ángel a los pastores: “No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor”.



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