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La cuaresma y la vocación

Parece que la vida es sólo ahora, ya, todo inmediato en el tiempo y en el espacio; ha cambiado nuestra manera de pensar. Ahora lo que cuenta, lo que parece que sostiene la importancia de las cosas -de la vida- lo ubicamos cada vez más al alcance, a nuestro alcance. Pasamos días viviendo y pensando que dominamos, que por fin hemos domesticado la realidad, y nos sabe rico ese presunto poder. Se han abreviado los plazos y las distancias que antes había entre el querer y el alcanzar, entre el gesto y la posesión de algo. Todos esos espacios y esperas han sido vencidos. Y, así, nos pasamos el día consumiendo novedades. Como si la vida fuese precisamente eso, esa trepidación, la agitada experiencia de lo distinto, sea lo que sea.

El patio de la vida se ha convertido en una pasarela de novedades, pero Dios sigue siendo el de siempre. Más todavía: el de siempre y aún en su Cielo, eternamente envuelto en su misterio. Y pide, también como siempre, que hagamos un camino en el tiempo, justo ahora que la vida pulsa a otro ritmo, en recorridos infinitamente más breves, en el gusto liberador de lo nuevo frente a lo que nos parece viejo. Ya nadie espera. Ya nadie sabe esperar. No sabemos esperar. De hecho, hasta ni existe ya la impaciencia, porque ya no hay nada que esperar. Por eso se nos hace raro que nos hable la Iglesia de los cuarenta días de la Cuaresma, de los cuarenta días que nos tienen que llevar lejos, hacia lo inasible, hacia el Dios que no se deja dominar. Quién querrá ahora un camino hacia el misterio… ¿Quién quiere ser sólo hijo? Ya no esperamos; ya sólo nos miramos a nosotros mismos.

Nos parece novedad lo que probablemente no sea más que distracción. Aquello que nos brinda el espejismo suficiente para pensar que tocamos el tiempo sólo de puntillas. Antes teníamos religión y ahora tenemos un discurso. Nos parece mejor: más a nuestra medida. Lo hemos sustituido, pero Dios permanece. También nuestra naturaleza humana, y nuestra necesidad de Él, que es como la de Adán y Eva que tras el pecado se descubrieron desnudos, desamparados. Dios permanece, como un latido constante que no nos abandona. Para que podamos volver a Él siempre.

Con la Cuaresma Dios nos llama, en su idioma, que es nuestra lengua materna. Nos llama dejando al descubierto el tejido y la carne de nuestra vocación. Porque la vida es para la vocación. En la Misa de este domingo el salmista pide a Dios compasión. Pide ser lavado de su delito, que es el olvido y el abandono de la vocación. Es un hombre inteligente que pide un corazón puro y un espíritu firme, la alegría de la salvación, mucho más rica que la de aquellos que parece que viven sin rozarse el alma. Jesús le dice al demonio en el desierto: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Pidamos a santa María que nos haga sensibles y que despierte en nosotros la consciencia de la necesidad de Dios.



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