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Me amas

Al traicionarlo, le parecía a Pedro que lo había arruinado todo. Lo contrario tenía que ser imposible. Quedó sin remedio, arrojado de nuevo a sí mismo, sólo a sí mismo. Al estrecho lugar de donde tenía la sensación que venía, siempre con esa espera disimulada pero a flor de piel. Tres años juntos, el tiempo de una preferencia desconocida, única y total en ambos corazones. Pero en la noche del dolor gritó que no le conocía… Señalado por una desconocida, por una niña, gritó que no era del nazareno, que no le pertenecía porque seguía siendo sólo suyo, ahora que pensaba que había sido siempre sólo suyo. Jesús lo alcanzó con la mirada antes de que lloviese sobre su carne el horror de la pasión. A Pedro se le rompió el corazón. Otra vez solo, en una soledad más oscura que la primera, más oscura que aquella de la que venía envuelto desde el seno de su madre. No le conozco. Lo dijo tres veces; se lo dijo a sí mismo tres veces, en esas tres mentiras odiosas.

Cristo volvió a la orilla. Fue Juan, que al estar menos atrapado en sí mismo, lo reconoció primero. Se lo dijo al patrón. ¿Me amas? La presencia de Jesús desafió para siempre el corazón de Pedro, para siempre la medida de Pedro, que antes de que terminase la pregunta había respondido ya con su sí nervioso. ¿Me amas? Te amo. Porque Cristo nace, vive y muere, por nosotros, para nosotros. No hay en la médula de la encarnación del Hijo nada más que el deseo de Dios de recuperarnos, de devolvernos a su regazo para siempre. Jesús resucita y no tiene dentro ningún otro designio: sólo salvarnos, darnos vida, la vida para siempre. Por eso, en la misma orilla, en la orilla de siempre, en la misma orilla de tantas mañanas, le volvió a llamar: ¿me amas? El mismo Jesús, el mismo hijo de mujer, el enviado, el que busca al hombre, uno a uno, para llevarlo a la casa del Padre.

La presencia de Jesús en la orilla nos obliga a callar las voces acusatorias que coleccionamos en nuestro interior. Porque Él las vence todas para anunciarnos que la vida es vocación. A nosotros, siempre llenos de nosotros mismos, Jesús en la orilla nos dice la verdad. La que el mundo trata de ahogar con sus cantos mentirosos. La verdad: que la vida es vocación; siempre vocación. Por eso Jesús se acerca de nuevo a la orilla. Insistente, para invitarnos a abandonar una vida que sea sólo nuestra. Pedro se descubrió inesperadamente liberado del precio de su error. Como si la voz de su mentira sólo pudiese callar, apagarse para siempre, porque Jesús estaba allí esa mañana mirándole de nuevo, enamorado de nuevo, conquistado por la humanidad necesitada del vigoroso hombre de pesca. O Cristo o nada. O su vida, o sólo la nuestra.



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