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Pasión y muerte

18Llevamos dos domingos seguidos escuchando a Jesús anunciar su pasión y muerte. Impresiona cuánto somos capaces de encajarnos esta noticia. Nos encaja en los ojos. Y también en el corazón. Como si hubiésemos aprendido a caminar por esas palabras -pasión y muerte- sin quedar afectados por ellas. La muerte de Jesús la hemos devocionado – me dejáis decirlo así. Sudor, sangre e injusticia convertidos ahora en una especie de pía devoción. Una exageración, una exageración que ya no duele, que ya no le duele a nadie, porque fue hace dos mil años. Y porque a Jesús, al imaginarlo, lo dibujamos viviendo lejos de la carne-carne, de esa que duele. Lejos de esos sufrimientos de los que hablan los curas o que retratan los artistas. Muerte y muerte, misteriosamente, han llegado a significar dos cosas distintas. Porque muerte, la de nuestros familiares. Y cuando llegue la nuestra. Pero lo de Jesús fue otra cosa… Cosa de imágenes, de códigos, de momentos de otra historia, tan lejana a la nuestra. Pero, no, Jesús es un hombre que habla de su vida y anuncia su muerte. En el Evangelio del domingo pasado se lo decía a Pedro. Este domingo a todos los discípulos – el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, ¡y lo matarán! Por ahí andaría su madre, y las parientas de su madre, también alcanzadas por estas palabras – ¡lo matarán!

La muerte trae consigo un final. Un se acabó. Una diferencia imborrable. Y marca el tiempo para siempre. Impresiona muchísimo pensar que cuando Dios mira al hombre, cuando se pone delante de los ojos lo que somos, la historia y lo que vivimos, concluye que es necesaria una muerte. No una muerte cualquiera, sino la muerte de su Hijo, del Hijo de su Amor. Porque esa muerte es nuestra medicina. Esa muerte es nuestra curación. El dolor y el crimen, necesarios para que nosotros podamos vivir de nuevo la verdad de lo que somos – hijos, hijos también de su Amor. ¿Por qué hace falta ser salvados? ¿Por qué nos hace falta?

Nos hemos vuelto espectadores, sólo espectadores. Como una pose vital definitiva: espectadores – porque todo nos es ajeno, y todo opcional… Como si fuese suficiente con oír, con permitir un espacio para que se pronuncie delante de nosotros esa noticia de pasión y muerte, y ya… Palabras. Pero secas por dentro, como si no dijeran nada, ya nada de lo que le pasó al Hijo de María en la cima del montecillo.

Jesús caminó hasta su muerte. A trompicones. Hasta nuestra muerte. Porque sin la gracia de su generosidad, sin la gracia de su misericordia generosa, nuestra vida es una muerte. Cuando Jesús camina con la cruz a cuestas, camina hacia nosotros, hacia cada uno de nosotros – ¡no lo dudemos! No somos espectadores de la pasión de Jesús: somos los habitantes de la muerte, porque esa es la estancia del pecado donde hemos quedado atrapados. Él viene con su cruz a rescatarnos. Por eso, al escuchar el Evangelio de la Misa de hoy, lo podemos pensar, ¿qué hay en nosotros que no necesite ser salvado?, ¿qué hay en nosotros que no necesite ser tocado por Él? ¿Será que hay en nosotros -cuando vivimos por nuestra cuenta- plenitud y vida eterna? Se acerca Jesús, su Evangelio, su propuesta, la mano que extiende para salvarnos, y nos defendemos, como si con Jesús llegase otra cosa en vez de salvación. Espectadores o redimidos. Muerte o vida. Jesús o solos.



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