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Tecnología

Es innegable que las máquinas y los aparatos pueden y hacen cada vez más. Tanto que ahora seríamos incapaces de imaginar una vida en la que tuviéramos que confiarnos sólo a unos pocos instrumentos, o a la fuerza de nuestros brazos y piernas. De hecho, tenemos dentro una especie de secreta sensación de que la tecnología multiplica lo que somos, no sólo nuestras posibilidades, sino lo que somos, haciéndonos algo mejores, y eso nos lleva a mirarla con una enorme simpatía. La cosa tiene su peaje – aunque seamos conscientes sólo a medias. Bromeamos, sin saber dónde acabó esa parte de nosotros, reconociendo que ahora no sabemos de memoria los números de teléfono de nuestros amigos, o tantas otras cosas en las que hemos sido remplazados. Recuerdo de niño en el cole, en el descanso entre clases, que a veces nos dedicábamos a comparar posibilidades familiares, y nos preguntábamos quién mandaba en casa, si papá o mamá. Si les preguntásemos eso mismo a los niños de hoy, no pocos nos dirían que en casa manda el móvil.

Es evidente que la tecnología no lo sabe, que no es consciente de ello, pero está cambiando nuestra manera de pensar. En efecto, el modo en el que usamos la razón es cada vez más instrumental y cada vez menos cardiaco. Más píxeles y menos tejido. Algunos autores ya hablan de ideología tecnocientífica. Como si de reojillo mirásemos a las máquinas con algo de reconocimiento, con una especie de reverencia – los transhumanistas incluso con envidia y deseo. Porque son más capaces, más fuertes, más rápidas, porque no se cansan, y porque parece que no envejecen. Con cierto poder seductor, nos rondan, insinuándose como una compañía suficiente, como si se pudiese dar una buena relación con la tablet o con internet. El móvil, que servía para llegar hasta el otro, ahora nos detiene a mitad de camino y nos deja a solas con nosotros mismos, reflejando caprichos y pequeñeces en su pantallita.

Además, internet y los dispositivos nos han metido un gol, porque ahora vivimos como si tener información fuese lo mismo que saber algo. Son cosas muy distintas. El móvil y el portátil están constantemente informándonos. Y por si acaso, como todo es importante por si acaso, porque no sea que somos los únicos sin disponer del último dato, atendemos a todo con urgencia. Hablamos de ello, de lo que nos acaban de decir, de lo último a nuestro alcance, muchísimo antes de haber podido digerir lo que nos ha llegado un instante antes. Semejante empacho de información hace imposible que nos ayudemos a descubrir el significado de las cosas, su verdad, o su porqué. Si le preguntamos al móvil, nos dirá qué día hará mañana. Los de antes tenían que mirar al cielo y discutir – lloverá, no lloverá. Pero sabían mejor que nosotros para qué era el día que se les regalaba…

Dice el Evangelio que Jesús se presentó en medio de ellos, resucitado – en medio de ellos. Estaban llenos de miedo y pensaban que estaban viendo un fantasma. Él les invitó a que le tocaran, a que palparan su carne, su temperatura – a que redescubrieran su humanidad. Ojalá la Pascua nos ayude a reparar en ello: con todo su poder, con la ocasión que suponía su muerte y resurrección, Jesús no aprovechó para quitarse de encima su humanidad como si fuese un fardo, sino que volvió a apostar por ella, ahora para siempre. Dios nos regala una carne, un hombre, una amistad humana. Es así que podrá empezar a suceder la vida eterna en nosotros, sin alternativas posibles. Salva la carne, su carne: la vida buena es una vida totalmente humana, de posibilidades y modos humanos. Con una expresión que han ido repitiendo los papas, le podemos pedir al Señor que nos haga ser expertos en humanidad.



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