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Un beso

La pasión empezó con un beso. Se acercó Judas hasta la mejilla del amigo y le besó. Ese era el signo acordado para la traición, ese mimo. Ahí se iban a encontrar el bien y el mal, en la piel disponible del hombre Jesús. Porque Él es el límite que le corta el paso al mal. Él lo detiene, lo vence. Su humanidad y su misión son la frontera insalvable que señala el fin. Además, conviene darse cuenta: Jesús estaba antes. En efecto, si se gana la perspectiva suficiente se ve claramente: Judas llegó después. Pensó su plan, lo negoció y lo cobró, y se acercó hasta el jardín de los olivos. Pero Él ya estaba allí – se diría que le estaba esperando, pronto, listo para el cuerpo a cuerpo con el enemigo. El bien madruga; Judas llegó después.

Jesús fue antes porque Él es el precipicio donde el mal se va a perder a sí mismo. Llegó antes porque nosotros le necesitamos ahí, en ese campo de batalla que mantiene lo que somos y asegura nuestra vida. Sin Él, caeríamos todos muertos. No nos podemos salvar solos. No nos bastamos para el pulso con el mal. El mal que nos abrasa por dentro tantas veces, y el que nos hiere desde fuera. Así es, el bien que necesitamos para vivir es más grande que nosotros. Hace falta un Dios entero para salvar lo que somos. Por eso Jesús ya estaba en el huerto, esperando a Judas, esperando, sin que el amaño de las treinta monedas le pudiese pillar desprevenido.

Sin Jesús el mal se atreve con nosotros y nos miente. Nos pretende confundir. Nos dice lo que no es, y en el fondo, nos propone la muerte en todas sus posibles modalidades. En esas andamos cuando pasamos. Por eso Jesús llegó hasta los labios de Judas, para salvarnos. Realmente lo hizo. Realmente Jesús es. En la celebración de este domingo, y en la semana santa que empezamos, se da a conocer. Y nos invita a una vida con Él – nos invita a pertenecerle. Nosotros la presencia de Jesús en la historia no la podemos fabricar. La salvación, nuestra salvación, no la podemos construir por nuestra cuenta. La podemos acoger; podemos recibir su gracia, acercarnos a la otra mejilla del nazareno para recibir su gracia. Y dejar que nos defienda, protegidos para siempre por el abrigo de su presencia. O Jesús o el mal.



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