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Uno que no conocéis

Hace algo más de cinco años murió mi sobrino Marcos en un accidente de tráfico. Le gustaba tanto mirar al cielo que acabó estudiando física en la universidad. En esos años de estudios el Señor le hizo descubrir la vocación al sacerdocio, y así, pocas semanas después de graduarse, entró en el seminario diocesano. Falleció diez u once días después. Para Marcos, la relación con Dios era algo que sucedía dentro de la relación con la realidad – familia, estudios, amigos, deporte, música. Por supuesto, también sacramentos, caridad, oración. Y por cómo vivía, el paso del tiempo le hizo crecer hasta convertirse en un hombre especialmente interesante y atractivo. Me acordaba hoy de él, y también de una costumbre nuestra.

Aunque hacíamos lo posible por vernos con frecuencia, cada semana fijábamos un momento para llamarnos sin prisas por teléfono. Era una conversación peculiar. Porque sin pactarlo de antemano, con el tiempo, esa llamada telefónica acabó sucediendo siempre según un mismo esquema, como una obra en dos actos: primero me contaba él, de su vida, de su relación con el Señor, de las cosas que llenaban sus jornadas, de sus amigos. Entonces yo escuchaba – y sólo escuchaba, sin réplica, sin comentario, en silencio, atento a lo que iba narrando… Al acabar él, entonces le contaba yo de lo mío, compartiendo el uno con el otro lo que habíamos descubierto o aprendido en esos días. Se dio así entre nosotros, de manera espontánea, y enseguida nos dimos cuenta de que era lo más interesante. Porque esa conversación, la vida mostrada de Marcos, con frecuencia acabó siendo desde donde yo le empezaba a hablar a Dios. Fue todo un descubrimiento: el silencio a turnos en nuestras conversaciones nos hizo más amigos. Y en ese aparente vacío, se llegaba Dios hasta nosotros.

El Evangelio de la Misa de hoy recoge el momento en el que Juan Bautista anunció a los fariseos, y hoy a nosotros, que “en medio de vosotros hay uno que no conocéis”. Es un anuncio tremendo – Dios entre nosotros, en nuestra cancha, cerca, pero no le sabemos presente y pasa entre lo nuestro como un desconocido. Justo por eso el Adviento pide el silencio del que hablaba antes. Es un requisito indispensable para que nos puedan anunciar la presencia de Dios. Porque ese anuncio, exactamente igual que hace dos mil años, tiene lugar dentro de una amistad, con un sobrino, o con un amigo, o con el desconocido que el Señor escoja para mostrarnos la verdad y el camino. Es imposible identificar y reconocer la presencia del Señor, y así conocerle, cuando nos distanciamos del no-yo, del otro, alejándonos, o evitando el espacio para que narre lo suyo. Cuántas veces, haciendo ver que escuchamos, estamos sólo mascando un juicio o preparando el contraataque…

Hoy hemos de estar especialmente atentos. Porque la situación y los medios están imponiendo una cierta cultura de la sospecha. Por cómo se transmiten las noticias sobre la evolución de la pandemia, o la economía, o lo que sea, más que mostrar ganas de informar, parece que tengan ganas de despistar. En las noticias, en los comentarios, siempre hay culpables: los que se desplazan, los jóvenes, los que mandan, quien sea, pero es alguien que no soy yo. Siempre son personas sin rostro, sin nombre, que no pueden explicarse; un grupo, los-otros, ¡los culpables! Acusan a boleo – y eso nos puede confundir, generando sospecha y rechazo entre nosotros, algo nefasto para nuestro camino como cristianos.

El otro es necesario. Porque Cristo está presente pero no le conocemos. Es imprescindible superar el prejuicio y asegurar un espacio de tiempo y silencio para el encuentro con el otro. Para que se nos anuncie e indique la presencia del Hijo de Dios.



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